XANTANA
Pero sigamos con nuestra búsqueda de la hermosura bien trabada, que en apariencia de libro adopta la más perversa de las formas. Sigamos con esta aventura de Cosaco del Kazán, que sobre caballo va, sin temor y sin desmayo. Busqué refugio en recetarios comme il faut y tropecé con George Blanc, Pampille, Michel Guérard, Picadillo, Pierre Gagnaire, Abraham García, Apicio, Bocuse, Sarah Dudley y Elizabeth O’Brien, las hermanas de Azcaray y Eguileor, Don Teodoro Bardají y Edouard de Pomiane, al que por cierto, Julian Barnes en su Perfeccionista en la Cocina, dedica el capítulo El maestro de los diez minutos, una diminuta obra maestra de observación perspicaz.
Después de recrearme con tanto guiso, tropecé con el Festín en Palabras de J.F. Revel, un encuentro electrizante. El escritor marsellés comenzó su carrera literaria cambiando su verdadero apellido, Ricard, por el de un chef de un sucio barrio de París, propietario de un restaurante llamado Chez Revel. Buena declaración de intenciones. Él reafirmó mi fe en la buena literatura gastronómica y todavía hoy me hace obviar la desangelada prosa de nuestros historiadores locales de la alimentación, tan carentes de gracia a la hora de escribir sabroso. Son peores que el pan de gasolinera, miré usted, oiga que se enfría y luego no hay quién se lo coma. Encontré en su libro una hermosa aproximación a la buena cocina que no se esconde jamás y que reivindica con orgullo, su procedencia campesina, su conexión con el fuego, sin dejar de renovar o de enriquecer, al paso del tiempo, todo lo que toca: lo difícil es reencontrar, detrás del aparato verbal de las cocinas de artificio, la cocina popular anónima, campesina o burguesa, que exige su punto y sus pequeños secretos, que evoluciona lenta y silenciosamente y donde no hay un inventor particular. Es esta cocina media, el arte gastronómico de las profundidades, la que explica que en unos países, se coma bien y, en otros, se coma mal.
A toda esta gente la llevé en la mochila en mi particular periplo por cocinas pomposas y comedores de guarro malecón. Me empaché de cocina y como un personaje de mi propia novela que es mi vida (David Copperfield), presto hoy más atención a lo escrito que a la propia pirueta gastronómica. Y el panorama es bastante desolador, para qué nos vamos a engañar. Hoy, mis queridos libros, cuanto más grandes y más ilustrados son, peor me saben. Le dan ganas a uno de meterse en la cama sin cenar. Menos mal que Baudelaire, Rimbaud o Verlaine dedicaron también tinta china a comer, beber y sus placeres aledaños que se extienden, por lo general, hasta la posición horizontal con los calzones o las bragas en la mano y terminan con el cigarro colgando de la comisura de los labios.
Flaubert, Maupassant, Proust, Daudet, Hugo, Valéry y mi querido Barthes, que, en ese intento de evitar el asesinato como norma, acumulando cadáveres por las calles, las cunetas, los cafetines y hasta en los despachos de pan, tropezando con tanto malaje que atenta sin piedad contra la razón y la belleza, optó por convertirse en un liberal contumaz para hacer oídos sordos a esa llamada a la muerte de todo bicho viviente que lo perseguía allá por donde pasaba.
¿Será la ausencia de prejuicio gastronómico una falsa conducta refleja, propia del exaltado que sólo tolera el cocido de su abuela, la tortilla de su madre o las lentejas de su tía la del pueblo? Seguro que Arturo Pardos estará totalmente de acuerdo con el francés. Yo también. Si no me hubiera convertido en un liberal que todo lo tolera y aguanta, mataría todos los días decenas de personas. A pesar de que mi caso debe ser para gabinete de investigación médica, pues la belleza del piano de Gould también me incita a la puñalada, como os adelanté al principio. Decididamente, debo ser un vicioso incurable. Pero a lo que iba. En sus Mythologies, Barthes, como os contaba, profundiza bastante en la deconstrucción de los mitos gastronómicos franceses. ¿Os suena el palabro deconstrucción, no? ¿No queríais, cocineros que calzáis zueco de Bragard y os ocultáis bajo un gorro que cuece al vapor vuestras ideas, no queríais, os decía, herramientas que os sirvan para destripar tanto concepto en estado gaseoso y hacer balance de hacia donde vamos y de dónde venimos? En los libros encontraréis todo lo que necesitáis para conseguir humanizar ese fogón que está tan necesitado de palabras, caricias, sujeto, sonrisas, verbo, miradas y predicado.
SURPRISES
Ahora que aflora este espíritu de espadachín que calza bota alta de cuero, hago memoria y os cuento que Alejandro Dumas no deja pasar muchas páginas, en las gloriosas sagas de los mosqueteros (que os recuerdo, no se llamaban Algic, Citras, Eines y Gluco), sin recordarnos el insaciable apetito del vanidoso (este sí) Porthos, como tampoco Rabelais permite obviar el hambre del gigante Gargantúa y su hijo Pantagruel (me empapuzo, humedezco y bebo, todo por miedo a morir), siendo así como el adjetivo pantagruélico se aplica a lo excesivo, opíparo y abundante. Una lástima que tanto gacetillero desalmado se apropie de tan hermoso vocablo para emplearlo a su capricho y antojo: me suben ahora a la cabeza (como las burbujas de la gaseosa, ásperas y toscas) las infumables crónicas escritas de la prensa gastronómica española en las que se emplea tanto adjetivo superlativo con resultados poco hermosos, cierto. Aprovecho la ocasión para decir a tan consideradas plumas que jamás se vio tal disparate: el terror de aquellos que temen leerse en sus escritos, pero más por miedo a las represalias de sus dementes juicios, que de verse rodeados de tanto exabrupto y sujeto y predicado peor hilados. Aplíquense ese minimalismo (horrible palabro, excusez-moi monsieur Wolheim) que tanto exigen a voz en grito les sea servido en bandeja de plata o sobre plato e inyéctenlo a sus propias plumas: intenten escribir con deleite, ausencia de contenido formal, de estructuras relacionadas y abstracción total, con máxima sencillez, procurando encontrar esa perfección que tanto exigen en el fogón pero nos niegan en sus columnas. Y busquen esa belleza en sus teclados, la misma que muchos chefs son capaces de resolver con una pizca de aceite de oliva, mucho tiento y su sartén. Cada uno con sus armas, pero dando por sentado que no puede uno mancillar al contrario si no lo hace con estilo apropiado, educación y sin errar el disparo. Les insisto amigos, empleen buena letra y repasen lo escrito muchas veces, dejen el texto en reposo como el escabeche de perdiz, antes de poner en marcha el cartucho de impresora.
Ya que hablamos de demonios, nuestro admirado Dante puso un lugar con vistas en su Inferno para los que abusaron de la gula y no tuvo reparos para escribirnos de sus faltas, defectos y pecados, que son también las nuestras y las de toda la humanidad. Hay que reconocer que esa confesión de las debilidades propias, ha sido y es un filón para cientos de atormentadas plumas que nos han escrito ayer y hoy sus mejores páginas. Ahora mismo, me acuerdo de dos libros: Eat this Book, de Ryan Nerz y Horsemen of the Esofagus, de Jason Fagone. Estos dos autores forman parte del jurado de la Federación Internacional de Comilones Competitivos y cuentan en clave literaria, las aventuras de David Coondog, campeón del torneo de salchichones de Ohio, de Tim Janus, campeón del mundo de comedores de Tiramisú (obviaré la cantidad de pastel para no quitaros las ganas de comer tan delicado dulce veneciano), o de Hill Simmons, un camionero campeón de la Copa Ala, una especie de Premio Nadal de la jamada, que consiste en competir por comerse la mayor cantidad posible de pollo frito. O ese otro escritor, Stefan Gates, preocupado por hilar como es debido una frase tras otra, que nos cuenta en El Gastronauta, cómo dorar en la sartén un gusanito cheeto barbacoa u obtener posibilidades gastronómicas de la cera y de las uñas cortadas de los pies. Fue apartando durante semanas sus uñas en un sobre y luego, utilizando el ancestral mortero, las molió y convirtió en un crujiente polvo que metió en un pudding. Tuve una ligera sensación de asco al morder las uñas más hermosas y el lejano recuerdo de sabor del peor pastel centroeuropeo que pueda uno comprar en el snack-bar de una estación, pero aparte de eso, el experimento culinario no sirvió de mucho, escribe. Les recomiendo, remata el autor, que no lo intenten.
Otros títulos como Two for de road, de Jane y Michael Stern, son un claro ejemplo de honestidad hilada con escritura fina como la más dulce mermelada. ¿Es la comida misma, o la idea de la comida, lo que le gusta al escritor? Desde luego, no esconden un secreto a todas luces inaceptable entre nuestros resabiados escritores gastronómicos: a la señora Stern no le gusta el pescado ni la mayoría de especias, un obstáculo profesional que desaparece en cuanto aflora la buena literatura. ¿Qué más nos da? ¿Qué nos importa la historia, lo sucedido, la descripción de lo visto o lo comido, aquello que ingerido está y reposa en el fondo del estómago? ¿A quién importa que un gazpacho de melón merezca una calificación de ocho sobre diez o que un sorbo de granizado de Campari sea sibarítico y pleno de manjarosidad?
Algunos deberían confesar a voz en grito sus defectos en la mesa, ya que son incapaces de hacerlo por escrito. Como hicieron Lampedusa, Moravia, Calvino, Turgenev, Chejov, Tolstoi o José Lezama Lima en su Paradiso, tan lleno de delicadeza y de hervor pausado. O confesar su hambre, como Brecht, capaz de hacer poesía metafísica escribiendo sus ganas de hincar el diente a algo tierno, soñando con una mesa bien dispuesta.
Casualidades de la vida, los libros que tanto me gustan, los autores que aquí estoy teniendo el gusto de citar, se preocupan tanto o más de la forma que del asunto que tratan, sabiendo que la batalla de la vida está perdida. Y debatir las cuestiones del comer no conduce a ningún sitio, es asunto harto cansino. Tanto como quitarles la piel a dos cubos llenos de habas o comerse los corchos que hacían tragarse a aquel personaje ciego de Guy de Maupassant. Toda la literatura gastronómica de cualquier condición o lugar está reunida en aquel gazpacho que sorbía Sancho Panza antes que estar sujeto a la miseria de un médico impertinente que lo matara de hambre. Hablamos de literatura de mantel: Gourmandia, un mundo feliz, de clima benigno, donde la gastronomía puede ser herramienta auxiliar de la narrativa o convertirse en su principal objetivo; desde la Fisiología del gusto de Anthelme Brillat-Savarin hasta The Art of Eating o el Sírvase de inmediato de M.F.K. Fisher, que Mario Muchnik tuvo a bien editarnos a comienzos de los noventa. Un compendio extraordinario el de la Fisher, en el que nos describe con pluma de vieja dama (Virginia Wolf) qué sintió aquel cavernícola cuando la primera ostra, resbaladiza y yodada, bajó por su gaznate o nos instruye sobre cómo cocinar un lobo y nos distingue los distintos tipos de felicidad que uno es capaz de experimentar cuando come en grupo o en la más absoluta soledad.
Estos libros nos reflejan el salto que da el alimento, pasando por varios grados de necesidad percibida. Desde el pan como mero sustento hasta el banquete como derroche máximo, nos coloca en el centro de nuestro universo un insignificante pedazo de queso. Nos place la comida, la bebida y la compañía, no como simple alimento, para apagar la sed o esconderse de uno mismo sino con irrefrenable hedonismo y deleite. A fin de cuentas y con mucho arte, convertimos esas necesidades fisiológicas en una manera más de hacer llevadera nuestra existencia, permitiéndonos vivir y morir con elegancia. Como Tristam Shandy (Laurence Sterne).
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