domingo, 30 de noviembre de 2008

VIVIR BAJO LOS VOLCANES

Vivir bajo la sombra

de los volcanes

de Indonesia

Escrito por: Andrew Marshall

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Foto de John Stanmeyer


Los dioses deben de estar inquietos



El infierno está a punto de desatarse, pero Udi, un campesino sexagenario del poblado de Kinarejo en la isla indonesia de Java, se niega a moverse. Se niega aunque sólo cuatro y medio kilómetros separan Kinarejo del humeante pico del monte Merapi. Se niega a pesar de que las columnas de gas tóxico y los nerviosos trazos de los sismógrafos señalan una inminente explosión. Se niega aunque el gobierno haya ordenado una evacuación completa. “Aquí me siento a salvo –dice–. Si el guardián no se mueve, tampoco lo haré yo”.



El Merapi es un asesino por naturaleza. Se eleva casi 3 000 metros sobre los bosques y campos, y está clasificado entre los volcanes más activos y peligrosos del mundo. Su nombre, de hecho, significa “montaña de fuego”. En 1930, una erupción de este volcán mató a más de 1 300 personas; incluso en épocas menos mortíferas, las columnas de humo se mueven amenazadoras desde la cumbre. Conforme el estruendo del volcán alcanzaba su clímax en mayo de 2006, miles de personas huyeron de las fértiles laderas y se asentaron a regañadientes en campamentos improvisados a altitudes menores y más seguras. Incluso los monos residentes descendieron en manada.



No lo hicieron Udi ni los habitantes de su poblado, quienes siguen el consejo de un octogenario con una deslumbrante dentadura postiza y que gusta de los cigarrillos mentolados: Mbah Marijan, el guardián del Merapi. Marijan tiene uno de los empleos más extraños en Indonesia o, para el caso, de cualquier otra parte. Él carga en sus delgados hombros con la suerte de los pobladores como Udi y de los 500 000 residentes de Yogyakarta, una ciudad situada a 32 kilómetros hacia el sur. Su responsabilidad consiste en realizar los rituales concebidos para apaciguar a un ogro que se cree habita en la cumbre del Merapi. Esta vez, los rituales parecen haber fallado. Las advertencias se vuelven más apremiantes. Vulcanólogos, altos mandos militares e incluso el vicepresidente de Indonesia le suplican que abandone el lugar. Se niega rotundamente. “Su obligación es venir a hablar conmigo –informa a la policía–. La mía es permanecer aquí”.



La conducta de Marijan podría parecer suicida en cualquier otra parte, no así en Indonesia, un archipiélago de 17 500 islas que abarca los confines occidentales del hiperactivo Anillo de Fuego. Se trata de una zona de violencia geofísica, una unión de placas tectónicas en colisión que a lo largo de más de 40 000 kilómetros circunda el Pacífico. La geografía le ha repartido a Indonesia un albur: en ninguna otra parte viven tantas personas tan cerca de tantos volcanes activos, 129 de acuerdo con un conteo. Tan sólo en Java viven 120 millones de personas bajo la sombra de más de 30 volcanes, cercanía que ha probado ser fatal para más de 140 000 personas durante los últimos 500 años.



La muerte causada por un volcán adopta diversas formas: lava abrasadora, lodo sofocante o los tsunamis que suelen seguir a una erupción. En 1883, el monte Krakatau (que en español también acepta la grafía Krakatoa) situado frente a la costa de Java, provocó un tsunami que cobró más de 36 000 vidas. Para Marijan, sin embargo, una erupción no representa tanto una amenaza como un brote. “El reino del Merapi se está expandiendo”, dice haciendo un gesto con la cabeza hacia la ardiente cima. En Indonesia, los volcanes no sólo son parte de la vida, son la vida misma. La ceniza volcánica enriquece los suelos; en Java los agricultores pueden obtener tres cosechas de arroz en una temporada. Los de la vecina Borneo, en la que sólo hay un volcán, no pueden.



En un plano menos terrenal, los volcanes se hallan en el centro de un complejo conjunto de creencias místicas que atrapan a millones de indonesios e influyen en los acontecimientos de maneras inesperadas. Sus picos atraen tanto a santos varones como a peregrinos. Sus erupciones auguran cambios políticos y agitación social. Podría decirse que en Indonesia los volcanes son un crisol cultural en el que se mezclan, o no, el misticismo, la vida contemporánea, el islam y otras religiones. Indonesia es un conjunto de razas, religiones e idiomas unido por los volcanes. La veneración que se tiene por ellos es prácticamente un rasgo nacional.



Si el Centro de Mitigación de Desastres Geológicos y Vulcanológicos, el organismo estatal que mantiene ocho estaciones sismológicas zumbando en el Merapi, representa a la ciencia moderna, Marijan, el guardián del volcán, es la Indonesia más mística. Se dice que cuando un excursionista holandés se perdió en el volcán en 1996, Marijan hizo desaparecer la espesa neblina y lo halló lesionado en un barranco. De la noche a la mañana, los vulcanólogos del gobierno han aumentado la alerta a su máximo nivel. El domo de lava podría derrumbarse en cualquier momento. ¿No se ha enterado Marijan?



Las súplicas no lo impresionan. Las alertas son apenas suposiciones de hombres muy alejados del espíritu del volcán. ¿Venirse abajo el domo de lava? “Eso es lo que señalan los expertos –dice sonriendo–. Pero un idiota como yo no ha visto ningún cambio desde ayer”.



EL LEMA DE INDONESIA, “Bhinneka tunggal ika” –unidad en la diversidad–, hace referencia a alrededor de 300 grupos étnicos y a más de 700 idiomas y dialectos. El gobierno reconoce oficialmente seis religiones: el islam, el catolicismo, el protestantismo, el budismo, el hinduismo y el confucianismo, pero el misticismo penetra en todas ellas y desnuda sus raíces animistas. Sumatra, la enorme isla localizada al noroeste de Java, es el hogar de los batak, convertido al cristianismo por los misioneros europeos en el siglo xix. Sin embargo, muchos siguen creyendo que el primer ser humano descendió del cielo en una vara de bambú hasta el monte Pusuk Buhit, un volcán activo ubicado en las riberas del lago Toba. Los tengger, hinduistas que viven en los alrededores del monte Bromo en Java oriental, periódicamente lo escalan en medio de las asfixiantes nubes sulfurosas para arrojar dentro del cráter dinero, legumbres, pollos y, de vez en cuando, alguna cabra. De igual modo, en Bali, que es principalmente hinduista, los volcanes son sagrados; ninguno lo es más que su pico mayor: el monte Agung, de 3 000 metros de altura. Se afirma que un bali-nés auténtico conoce su ubicación con los ojos cerrados, y muchos lugareños duermen con la cabeza apuntando hacia el volcán.



En 1963, una catastrófica erupción del monte Agung mató a 1 000 personas. Otras murieron de hambre después de que las cenizas asfixiaran sus cultivos. “El propio suelo bajo nuestros pies temblaba con las sacudidas perpetuas de las explosiones”, escribió un testigo ocular. Sin embargo, lo que alguna vez se denominó furia divina ahora se considera una bendición. Con la roca y la arena que arrojó la erupción se construyeron hoteles, restaurantes y villas para la multitud de visitantes extranjeros, que comenzaron a llegar en los setenta. Pese a los ataques de terroristas islámicos en 2002 y 2005, que mataron a más de 220 personas, el turismo aún es la mayor industria de Bali. La marea creciente del turismo no ha levantado a todo el mundo; 700 personas del poblado de Trunyan se apretujan en un bastión de montaña cerca del monte Batur. Sus destartaladas casas se aferran a una astilla de terreno a lo largo de un lago en una vasta caldera. Los pobladores pescan en piraguas y cultivan en los escarpados muros de la caldera. Aunque el turismo ha traído un desarrollo vertiginoso al resto de Bali, el apreciado aislamiento de Trunyan significa ahora marginación económica. Los ancianos miran impotentes cómo las nuevas generaciones siguen el mismo camino que la roca y la arena de Batur hacia los pueblos y ciudades de Bali. “Aquí no hay empleos, no hay oportunidades”, admite Made Tusan, maestra en la única escuela de Trunyan.



Como si el malestar económico no fuese suficiente, una catástrofe ocurrida hace poco se agregó a la letanía de aflicciones. Una higuera de Bengala gigante que había brindado sombra al poblado durante siglos se vino abajo durante una tormenta, aplastando el templo del poblado, aunque la estatua sagrada de Dewa Ratu Gede Pancering Jagat, la deidad local, se salvó milagrosamente. Uno de los ancianos del poblado, I Ketut Jaksa, culpa del desastre a los políticos y hombres de negocios balineses. Él “no va a dar nombres”, dice con cautela, pero insiste en que hicieron enojar a la deidad del volcán al rezar para progresar en sus carreras mientras pasaban por alto el creciente deterioro de Trunyan. Otras personas culpan a la nueva carretera, que hace poco conectó al poblado con el resto de Bali, acabando con su aislamiento y dejándolo abierto a la contaminación espiritual.



EN INDONESIA, se acepta como un hecho que la locura puede desatar catástrofes naturales. Erupciones, terremotos, incluso la caída de una higuera de Bengala, desde hace mucho tiempo, se han visto como votos de desconfianza cósmicos a un gobernante, de lo cual es dolorosamente consciente el presidente del país, Susilo Bambang Yudhoyono.



Dos meses después de la toma de posesión del presidente en octubre de 2004, un terremoto y un tsunami golpearon la provincia de Aceh en Sumatra y cobraron 170 000 vidas. Un terremoto sacudió Sumatra tres meses después, matando quizá a 1 000 personas. Entonces el monte Talang hizo erupción, obligando a miles de pobladores a abandonar sus hogares. Un mensaje de texto en cadena iluminaba los teléfonos celulares, implorando a Yudhoyono que realizara un ritual para detener las calamidades. “Señor presidente –decía el mensaje–, le rogamos que sacrifique 1 000 cabras”. Yudhoyono, ex general con un doctorado en economía agrícola, se negó públicamente. “Incluso si sacrificara 1 000 cabras –anunció–, en Indonesia no terminarían las catástrofes”.



No terminaron. Hubo más erupciones: una certeza estadística en el país repleto de volcanes. Una catástrofe siguió a otra: un terremoto, un tsunami, inundaciones, incendios forestales, deslizamientos de terrenos, dengue, gripe aviar y una erupción de lodo. Descarrilaban trenes, se hundían transbordadores y, después de tres graves accidentes de avión, un editorial del Jakarta Post aconsejaba a los viajeros aéreos que rezaran.



Se decía que el cúmulo de tragedias que persiguió al presidente podía explicarse por su poco auspiciosa fecha de nacimiento y por el nombre de su vicepresidente, Jusuf Kalla, que tenía un triste parecido con el de un monstruo devorador de hombres llamado Batara Kala. En medio de nuevos llamamientos para que realizara un ritual que acabara con la mala racha, el presidente Yudhoyono y su gabinete se unieron a una plegaria colectiva en la Gran Mezquita de Jakarta. “Nada fuera de lo común”, insistió su vocero, pero a todas luces la destacada reunión tenía como finalidad disipar el temor nacional.



Otros políticos hacen un llamado directo a los espíritus. Miembros del Partido Indonesio de Unidad Nacional y Fusión se reunieron en las alturas de las laderas del Merapi para llevar a cabo un mitin político revestido de rituales, aun cuando el volcán estaba a punto de estallar. Encabezada por Arief Koesno, un corpulento ex actor que se cree la reencarnación del primer presidente de Indonesia, Sukarno, la ceremonia comenzó con el sacrificio de nueve cabras y terminó con una desordenada danza en círculo de los miembros del partido.



“Después de esta ceremonia –declaró Koesno–, estoy seguro de que el Merapi no entrará en erupción”.



Tres días después, el volcán erupcionó.



A MEDIDA QUE LAS COSAS SE CALIENTAN alrededor del Merapi, decenas de reporteros acuden al lugar para cubrir el plantón protagonizado por Marijan, el primer guardián del Merapi en la era de los medios de comunicación. En poco tiempo, su rostro y las palabras “Presidente del Merapi” adornan camisetas en toda Yogyakarta. Con la finalidad de reunir fondos para sus empobrecidos vecinos de Kinarejo, Marijan aparece en un anuncio televisivo de una bebida energética. El kraton, como se conoce el palacio de altos muros del sultán en Yogyakarta, le paga a Marijan, quien heredó de su padre su trabajo de guardián del Merapi, el equivalente a un dólar al mes. En la cosmología javanesa tradicional, el kraton se posa sobre una línea invisible entre el monte Merapi y el cercano Océano Índico. El sultán, a decir de una publicación del palacio, es “una persona elegida por los dioses [cuya coronación es precedida por] un mensaje sobrenatural”. Además de la labor cotidiana de gobernar Yogyakarta, el sultán también es responsable de aplacar a la poderosa diosa marina llamada Ratu Kidul, y al ogro guardián del Merapi, Sapu Jagat.



Una mañana, llegan soldados. “No quiero irme”, les dice Marijan con toda la firmeza que su chirriante voz es capaz de transmitir. “Quizá me vaya mañana. Quizá, pasado mañana. Es cosa mía”. Luego dirige sus pasos hacia la mezquita del poblado. Entre las obligaciones de Marijan puede estar aplacar a un ogro que habita en el volcán, pero también es un musulmán devoto que reza plegarias cinco veces al día. Dos días más tarde, el domo de lava se derrumba. El tránsito se estanca en el centro de Yogyakarta cuando los automovilistas miran boquiabiertos la abrasadora avalancha de rocas que cae a toda velocidad por el flanco occidental del Merapi, en dirección contraria al poblado de Marijan. Gracias a la oportuna evacuación, nadie resulta herido.



Un mes después, el domo de lava vuelve a derrumbarse, esta vez hacia el sur y dos socorristas perecen bajo dos metros de ceniza caliente. De nuevo, la fortuna (¿o es acaso la deidad del volcán?) perdona al poblado de Marijan. En la pertinaz observancia de su deber, Marijan se ha enfrentado no sólo a las autoridades, sino también a su propio jefe, Hamengku Buwono X, el sultán, quien respaldó el llamamiento del gobierno a una evacuación.



Hamengku Buwono X –el nombre significa “sustentador del universo”– encabeza una dinastía que data del siglo xviii. Muestra su retrato oficial en el atuendo completo de la corte javanesa, con una daga curva dentro de su magnífico sarong de batik. Su indumentaria cotidiana consiste en un traje oscuro impecablemente confeccionado, de preferencia Armani. En su oficina, durante una entrevista, fuma un grueso puro Davidoff. Detrás de él cuelga un gran cuadro de un volcán. “No es el Merapi –dice con displicencia–. Es el Fuji”.



Aunque la tradición exige que emplee a Marijan, Hamengku Buwono X, licenciado en leyes, no cree en los espíritus que supuestamente habitan en los volcanes. Es un musulmán progresista que ha instado a los habitantes de Yogyakarta a considerar las erupciones del Merapi desde una perspectiva científica. El sultán cree que “Un gran país no puede construirse sobre mitos pesimistas”.



La relación entre el sultán y Marijan es incómoda, por decir lo menos. Los dos habitan polos opuestos: el sultán moderno contra el guardián místico. Marijan informa a los reporteros que evacuará el lugar si se lo ordena el sultán, pero no se refiere al actual gobernante. Su sultán es el muy querido Hamengku Buwono IX, padre de Hamengku Buwono X, quien nombró a Marijan como guardián y que murió hace casi 20 años. “Yo sigo al noveno sultán –afirma–. Él era el hombre que estaba en el kraton la última vez que visité el lugar”.



En opinión de Marijan, el mayor error del actual sultán es permitir a hombres de negocios extraer del Merapi miles de metros cúbicos de roca y arena. “Él no es el sultán –dice Marijan tajante–. Es tan sólo el gobernador”. Marijan no es el único que desaprueba al sultán. Algunos habitantes de Yogyakarta acusan a Hamengku Buwono X por convertir esta capital cultural en una ciudad de centros comerciales y de pasar demasiado tiempo en el campo de golf. Añoran el consuelo de los añejos rituales y critican al sultán por descuidar las ceremonias a las que su padre asistía habitualmente. En 2006, fue notoria la ausencia del sultán en un ritual anual para bendecir las ofrendas dedicadas al ogro Sapu Jagat y la diosa marina Ratu Kidul. Las ofrendas (que incluyen comida, flores, tela y recortes del cabello y de las uñas de las manos del sultán) se hacen para asegurar la alineación sagrada entre el volcán, su palacio y el Océano Índico y, por lo tanto, la seguridad del pueblo.



Menos de dos semanas después de la primera gran erupción del Merapi en 2006, ocurrió un fuerte sismo al sur de Yogyakarta, que mató a más de 5 000 personas. El palacio y los cementerios reales también resultaron muy dañados, un pésimo augurio para el sultán, que ya era blanco de la indignación pública por la lenta distribución de los fondos de socorro.



Se imponía la contención de daños a su imagen pública. Incluso un sultán moderno no puede escapar a la fuerza de las antiguas creencias. Con su presencia o sin ella, las ofrendas rituales anuales debían hacerse. De manera que el personal del sultán dispuso las ofrendas en el patio dañado por el terremoto para una breve ceremonia, luego las colocaron en autos que las esperaban y se dirigieron a toda prisa con dos rumbos distintos. El primer conjunto de ofrendas fue llevado a la casa de Marijan. A la mañana siguiente, el guardián caminó hasta un pabellón apenas a un kilómetro de distancia del pico del volcán donde, en medio de árboles partidos a la mitad por el más reciente flujo piroclástico y el impacto de los cantos rodados, oró solemnemente sobre las ofrendas del sultán.



Un segundo conjunto de ofrendas fue llevado hacia el sur a Parangkusumo, la playa del Océano Índico donde, según la leyenda, Senopati, ancestro del sultán que vivió en el siglo xvi, conoció a la diosa marina Ratu Kidul. Miles de casas quedaron reducidas a escombros entre los arrozales. En Parangkusumo, el personal del sultán enterró sus recortes de cabello y de uñas de las manos cerca de la playa, en un recinto separado con una cerca donde dos piedras en las que se habían esparcido flores marcaban el sitio del antiguo encuentro. Otras ofrendas fueron lanzadas a las olas.



Es agosto. Han transcurrido tres meses desde la última erupción importante del año. Aunque sigue activo, el Merapi se ha tranquilizado. Los residentes atribuyen la calma a las oraciones de Marijan y a su presencia en el volcán. Pero en Indonesia la calma dura tanto como una columna de humo.



EL ANTAGONISTA en la ecuación es el islam militante. Radicalizados por acontecimientos como el 11 de septiembre de 2001 y la invasión estadounidense a Irak, grupos que abogan por una versión más austera del islam han adquirido fuerza e influencia, impulsados por la percepción de que este es la cura para los males de Indonesia, sobre todo la pobreza y la corrupción. Algunos gobiernos locales han introducido medidas basadas en la sharia, la ley islámica, que exige el arresto de mujeres que no llevan pañoleta en la cabeza o azotes públicos a parejas adúlteras.



Los islamistas militantes dirigen su atención al misticismo, convencidos de que tales prácticas contaminan la fe. Los socorristas islámicos que llegaron a Yogyakarta después de la primera erupción del Merapi en mayo de 2006 hicieron el voto de perturbar los rituales celebrados en el volcán, mientras que en Yakarta integrantes de un grupo islámico juvenil cortaron a hachazos las ramas de una higuera de Bengala sagrada para demostrar que no tenía poderes mágicos. “Las personas solían creer que cosas como los sepulcros y los árboles de gran tamaño eran sagrados”, afirma Muhammad Goodwill Zubir, uno de los dirigentes de la Muhammadiyah, organización cuyo interés central es hallar formas pacíficas de purgar la fe musulmana de influencias preislámicas, incluso la veneración “herética” de los volcanes. “A medida que la Muhammadiyah se difunde en estas zonas, tales creencias desaparecen”, dice Zubir. Aun así, hay hombres, como Satria Naradha, que creen que el misticismo no sólo sobrevivirá, sino que florecerá. Naradha es propietario del periódico principal y el canal de televisión más importante de Bali. Los lugareños admiran al magnate de los medios de comunicación, de cuarenta y tantos años de edad, por dirigir los espléndidos rituales que el presidente Yudhoyono mira con tanto desagrado.



“Los volcanes son los tronos de los dioses”, explica Naradha. “Son la máxima fuerza de la naturaleza, una fuerza que puede sustentar o destruir la vida”. Naradha contribuye a financiar un ambicioso programa de construcción de templos hinduistas en toda Indonesia, en especial en volcanes activos. Además de reunir casi un millón y medio de dólares para terminar un templo en el monte Rinjani en Lombok, tiene planes de construir otro en el monte Tambora en Sumbawa, lugar donde en 1815 ocurrió la mayor erupción que se haya registrado en la historia. Por supuesto, espera edificar algún día un templo en el monte Merapi.



La armonía parece difícil de lograr en un país dividido por una multitud de creencias y de idiomas, y el incesante estira y afloja entre el mundo moderno y las antiguas tradiciones. El hinduismo proselitista, el islam militante, el antiguo misticismo: ¿Cuál de ellos prevalecerá? Quizá todos. Quizá ninguno. La globalización se extiende por Indonesia como un monzón. Una nueva generación diestra en internet no venera a los volcanes, sino a los grupos musicales asiáticos formados por jóvenes y a los clubes de futbol ingleses.



Pero no hay que descartar a los volcanes todavía. Hace poco el Golkar, el partido político más grande de Indonesia, realizó su reunión anual en Yogyakarta. Y se espera que su ambicioso líder, el vicepresidente Jusuf Kalla –el mismo que tenía un nombre poco auspicioso–, busque la presidencia en 2009.



En el salón de baile del Hyatt, cuyas paredes están revestidas de teca, Kalla presenta al invitado de honor como un hombre “decidido y capaz de tomar decisiones en cualquier situación de riesgo”.



Se trata, desde luego, de Mbah Marijan. ¿Quién mejor que el presidente del Merapi para lanzar una campaña al cargo más alto del país?



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GORILAS

Familia de gorilas



Escrito por: Mark Jenkins

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Foto de Ian Nichols


En presencia de gigantes


Gritos resonantes y rápidos golpes en el pecho anuncian a un patriarca en el triángulo de Djéké del Congo. Kingo y su familia de gorilas de las tierras bajas occidentales han permitido que los investigadores observen su conducta en la intimidad.


Esta es la historia de una familia sin igual: el monstruoso patriarca solitario y sus cuatro esposas, cada una con su propio hijo, y la huérfana de madre, George, son 10 seres íntimamente unidos, en su propio mundo, viviendo cada largo día en un paisaje barroco, sofocante, donde pululan bichos y mariposas. Conozca a las cuatro compañeras del macho: Mama, Mekome, Beatrice y Ugly. Mama quizá sea la matriarca dominante, pero Mekome es la favorita del patriarca, y todos lo saben. Beatrice, bondadosa y benévola, de buena gana lo ignora todo. Por último, Ugly es antisocial; evita a toda la familia. Cada madre se dedica por completo a proteger y estimular a sus propios vástagos. Mama y Mekome tienen crías pequeñas, Kusu y Ekendy, compañeros de juego que constantemente hacen travesuras. Beatrice y Ugly tienen recién nacidos a los que llevan a todas partes: Gentil, alerta y curioso, y Bomo, de largas extremidades.


Hoy, como todos los días, el patriarca de anchos hombros se alimenta solo. A nadie se le permite estar cerca de él cuando come. Es mediodía, el calor y la humedad son sofocantes. Unas abejas sin aguijón zumban cerca de sus oídos, las moscas cubren su alimento, pero él no lo nota. Se sienta con su abultado vientre sobre los muslos, mastica como un rumiante y mira a su alrededor con una expresión aburrida. Después del almuerzo, es hora de la siesta. Se recuesta en la sombra calurosa, extiende sus poderosos brazos, inhala profundamente, expande su musculoso pecho, y en un instante se queda dormido. Mekome hábilmente se desliza cerca de él y se acuesta. Beatrice alegremente comienza a amamantar a Gentil; la distante Ugly alimenta a Bomo; George se pone cómoda sola, y las crías empiezan a jugar. Kusu y Ekendy son demasiado jóvenes como para tomar la siesta. Mientras sus madres dormitan, los medios hermanos retozan cerca de su padre, que ronca. Se persiguen incesantemente, se tiran uno al otro y dan volteretas, luchan, gritan y ríen. Cuando su desenfrenada diversión se acerca demasiado al durmiente papá, él gruñe y ellos se alejan corriendo, pero su enorme magnetismo pronto los trae de regreso. Cuando el semental finalmente se despierta, lleva a su familia a dar un paseo por el bosque. Las crías permanecen junto a él, imitando cada uno de sus movimientos. Sus parejas lo siguen detrás. Cuando él se detiene o avanza, ellos también lo hacen. Kingo, un gorila de espalda plateada de 150 kg, es realmente el rey de la selva.



KINGO Y SU FAMILIA son gorilas de las tierras bajas occidentales que viven cómodamente en una extensión de selva protegida que abarca las fronteras de la República del Congo y de la República Centroafricana. Protegido por el Parque Nacional de Nouabalé-Ndoki, al oriente, y el Parque Nacional Dzanga–Ndoki en la República Centroafricana, al occidente, el territorio donde viven es una de las últimas grandes regiones de selva tropical virgen que quedan en la cuenca del Congo. Aun así, los bosques cercanos han sido talados, lo que a menudo abre el acceso a los cazadores furtivos que matan a los gorilas para obtener su carne. Sin los esfuerzos de Diane Doran-Sheehy, una profesora de antropología de la Universidad Estatal de Nueva York Stony Brook, la selva de Kingo ya habría desaparecido.



Desde 1995, Doran-Sheehy ha pasado hasta seis meses al año estudiando a los gorilas. La zona que eligió fue parte de una concesión de tala de árboles, pero en 2004, en colaboración con la Sociedad para la Conservación de la Vida Salvaje, ayudó a persuadir a la compañía de productos forestales Congolaise Industrielle des Bois a cederles a los gorilas 100 km2 de selva, llamada el triángulo de Djéké. Durante su primer año, con becas de la Sociedad National Geographic y la Fundación Leakey, Doran-Sheehy estableció el Centro de Investigación de Mondika, cerca del río Mondika, y contrató a un equipo de pigmeos baka de la República Centroafricana para encontrar a los animales y observarlos. Al contrario de los gorilas de montaña de Virunga, que suman menos de 700, los gorilas occidentales habitan en las selvas pantanosas, a unos 100 metros sobre el nivel del mar. (Los gorilas se clasifican en cuatro subespecies: de montaña; de las tierras bajas orientales, o de Grauer; de Cross River, y de las tierras bajas occidentales; más los de Bwindi, una subpoblación de gorilas orientales). Nadie sabe cuántos hay, pero han disminuido a un ritmo alarmante. Devastados por el virus ébola y restringidos por la pérdida de su hábitat, su población quizá se haya reducido más de la mitad desde los años noventa, cuando las estimaciones sugerían que se componía de alrededor de 100 000 ejemplares. En septiembre de 2007, su situación se modificó de especie en peligro de extinción al peligro crítico de extinción. Aun cuando todos los individuos que se encuentran en los zoológicos del mundo son gorilas occidentales, poco se sabe acerca de su conducta en la naturaleza.



Doran-Sheehy vino a la cuenca del Congo a averiguar la manera en que la búsqueda de alimento conforma la conducta social de los gorilas; supuso que los de las tierras bajas occidentales debían consumir una dieta distinta a la de sus primos en las montañas. Los gorilas de montaña tienen pelo largo, grueso y de color negro para mantenerlos calientes en el clima frío, mientras que los de las tierras bajas occidentales tienen pelo corto y delgado que, en la cabeza, puede ser de color pardusco a rojo brillante.



Criaturas tímidas y muy cautelosas, los gorilas esquivan los encuentros con los seres humanos, uno de sus pocos depredadores naturales. Pero para estudiarlos, usted debe poder observarlos. Y para observarlos tiene que acostumbrarlos a su presencia. Se requirieron seis largos años para que Doran-Sheehy y su equipo simplemente localizaran y observaran a la familia de Kingo, a cuyos miembros les dieron nombres. Les tomó otros dos años ganarse la confianza de la familia. “La habituación no podría haberse logrado sin los rastreadores baka –dice Doran-Sheehy–. Ellos conocen la selva, entienden a los gorilas, y sus destrezas como rastreadores son impresionantes y esenciales”.



Patrice Mongo, un infatigable investigador congolés con una maestría en Antropología, es el director de campo en Mondika. Él supervisa las actividades diarias de los rastreadores baka, y tiene una fe casi mística en sus habilidades.


“Evolucionaron en la selva –dice en una noche en el campamento de Mondika, espantando con la mano a unas hormigas voladoras en la titilante luz de una vela–. Pueden ver, olfatear y oír cosas que nosotros no podemos”. Mongo, de 38 años de edad, explica que la palabra kingo significa “voz” en mbenzele, la lengua de los rastreadores de Mondika. “Al principio de la habituación, incluso sin verlo, los rastreadores pudieron distinguir sus vocalizaciones particulares de las de otros espalda plateada en la zona. De esa manera nos acercamos por primera vez a Kingo. Tenía un rugido muy particular, emitido desde lo más profundo del pecho”.



Doran-Sheehy pronto confirmó, como sospecharon ella y otros que la precedieron, que la dieta de los gorilas occidentales y la de los de montaña difiere de manera radical. Estos últimos comen principalmente hierbas. La dieta de los gorilas de las tierras bajas occidentales es más diversa, ya que se compone de frutas, hojas y hierbas. También consumen termitas, así como hojas de ngombe de color verde, y la corteza de sus árboles favoritos. Durante ciertas épocas del año, los gorilas occidentales son prácticamente frugívoros; buscan manjares de la selva, como bambu, una fruta de color rojo con semillas, del tamaño de un durazno, o mobei, una fruta grande de color amarillo que se parece a una piña. En esas épocas, la fruta puede constituir de 60 a 70 % de su dieta.



En busca de sus frutas favoritas y otros alimentos, los gorilas occidentales típicamente recorren alrededor de dos kilómetros al día, una distancia casi cuatro veces mayor que la que recorren los de montaña. Doran-Sheehy ha observado que esta búsqueda extensa conforma la dinámica familiar. Los gorilas de las tierras bajas occidentales son más independientes que los de montaña. Si bien muestran cariño entre sí, se acicalan con poca frecuencia, no tienen mucho contacto físico, y cada individuo pasa un tiempo considerable solo. Eso significa que las hembras, e incluso los jóvenes, a veces pueden estar relativamente lejos de la seguridad del espalda plateada, lo que en ocasiones le dificulta a Kingo proteger a su familia.



ESTA MAÑANA LOS RASTREADORES se mueven rápidamente por la selva; con elegancia, eluden enredaderas y saltan raíces como lo han hecho toda su vida. “Pueden descubrir una hoja torcida en una pequeña planta –me había dicho Doran-Sheehy–, y con base solamente en este dato, determinan la dirección que tomaron los gorilas”.


Sigo los pasos del rastreador de mayor edad. Repentinamente se detiene, se arrodilla, recoge una hoja y señala hacia el suelo. Hay una huella de nudillo apenas visible en la tierra húmeda. El rastreador empieza a chasquear la lengua suavemente. Otro responde con tres chasquidos de intensidad creciente.



Este es un lenguaje simple que los investigadores de gorilas crearon para anunciarles su presencia. El chasquido de la lengua le dice a Kingo y su familia, “sólo somos nosotros, las mismas criaturas extrañas que ven todos los días, las que no les harán daño, no tomarán su comida ni raptarán a sus hembras”.


Los rastreadores baka siguen múltiples senderos comunicándose por medio de tenues chasquidos. Luego de 10 minutos, todos han convergido en un sendero, trotando en fila india. Quince minutos más tarde, han encontrado a los gorilas. La familia se encuentra 30 metros arriba, en un árbol, desayunando. Kingo está cómodamente arrellanado en la unión de dos ramas grandes, donde arranca las hojas de los árboles para comerlas con fruición, como si fueran dulces. Kusu y Ekendy corren intrépidamente por encima y por debajo de una rama como si sólo estuvieran a un metro del suelo.



Las dos crías jóvenes, aunque buscan alimento para sí, aún toman leche materna. Cada una tiene alrededor de dos años de edad, y no empezarán a alcanzar la madurez sino hasta los 11 o 12 años. Para entonces, lo más probable es que aún no tengan pareja y vivan solos en la selva, esperando el momento de iniciar su propio harem. Las hembras alcanzan la adultez a alrededor de los siete u ocho años, y comienzan a buscar una pareja. Calcular la edad de Kingo es como intentar resolver un acertijo, pero Mongo cree que tiene alrededor de 25 a 30 años. Si los gorilas de las tierras bajas occidentales y los de montaña viven casi el mismo tiempo, Kingo deberá vivir alrededor de 35 años. “Todavía hay mucho por investigar”, dice Mongo, en voz baja. Se desconoce la edad de las hembras, excepto por George, que tiene unos ocho años de edad (y que fue confundida con un macho cuando era pequeña, de ahí su nombre, al cual el equipo se acostumbró). George, la única adolescente, es la hembra de menor rango, una posición nada envidiable. Su madre, Vinny, posiblemente al sentirse desatendida en el aspecto sexual (puede ser difícil, incluso para el espalda plateada más viril, satisfacer a un harem), siguió el ejemplo de la primera compañera que se separó de Kingo, Ebuka, quien se marchó en 2005 y trató de buscar un compañero que le prestara más atención. Una vez que se fue Vinny, Beatrice cuidó de George. Pero cuando nació Gentil, Beatrice volcó su atención en el recién nacido.



Las hembras por lo general paren una sola cría tras ocho y medio meses de gestación y la alimentan durante tres o cuatro años. Cuando terminan de amamantarla, están listas para volver a aparearse. La mortalidad de las crías puede ser de hasta 50 % (todas las parejas conocidas de Kingo han perdido por lo menos una cría); cuando un hijo muere, la madre reanuda su ciclo de estro de inmediato. Así fue como Ugly quedó embarazada apenas dos meses después de que Samedi fue aniquilado por un leopardo. Una vez que Kingo ha consumido toda la comida que, con pereza, puede alcanzar, decide comenzar el descenso: toma una liana del grosor de una guindaleza y se desliza hacia el vacío como un bombero. En minutos, el resto de su clan, uno por uno, ha bajado por la resistente enredadera.



Su trayectoria por la selva es desalentadoramente errática. A la izquierda, a la derecha, de nuevo a la izquierda; Mongo registra cada cambio de dirección en un dispositivo GPS. Sin embargo, Kingo sabe adónde va, y pronto llega a su destino, un gigantesco árbol del género Gambeya. Es el final de la temporada seca, y hay poca fruta bambu en el terreno. Kingo desgarra un pequeño globo de color rojo, mastica la pulpa, desecha la cáscara. Kusu, muy cerca de él, toma la cáscara y la roe. Avanzan despreocupadamente por la selva comiendo hierba cuando George descubre una fruta mobei en el suelo. Con hambre, empieza a mondarla con los dientes mientras se mantiene en silencio para escabullirse de sus parientes. No tiene suerte.




Kingo, siempre pendiente de la comida de cualquier clase, olfatea la fruta o escucha a George comiendo. De inmediato, él manifiesta su enfado y brama. George se encoge, y él la derriba y le arrebata la fruta de la mano. George gime y se escabulle mientras Kingo se echa al piso sobre su estómago gordo, apoya los codos en el suelo y come. “La comida es todo para Kingo”, susurra Mongo. Comer, dormir, desplazarse. Comer, dormir, desplazarse. Esa es la vida de un gorila.



El territorio total de la familia de Kingo es de alrededor de 15 km2; algunas zonas se superponen con los territorios de otras familias de gorilas. Al menos otros nueve grupos habitan secciones del sitio donde vive Kingo. Los gorilas de las tierras bajas occidentales no son territoriales, y sus encuentros relativamente frecuentes con otros grupos de gorilas a menudo son sorprendentemente pacíficos. En contraste, los grupos de gorilas de montaña casi siempre son agresivos con otros; se golpean el pecho, gritan, y atacan. Doran-Sheehy ha demostrado que los machos dominantes en las familias de gorilas occidentales podrían estar emparentados (como hermanos, medios hermanos, o padres e hijos), lo que tal vez ayude a explicar su notoria tolerancia con los demás.



Por la tarde, Kingo se desplaza rápidamente. Se mueve de manera tan veloz que lo perdemos. Pero los rastreadores no están preocupados. Saben adónde va Kingo: al pantano. A la mañana siguiente tardamos dos horas en alcanzar a los gorilas. Las huellas descienden hacia estanques de agua de color verde y cieno, en el que nos hundimos hasta la entrepierna, por debajo de un techo de lianas llenas de espinas. Aun así, cuando finalmente llegamos a un claro, es una escena tan idílica como la selva misma.



Mariposas del tamaño de aves revolotean en el brillo del sol; arañas tan grandes como la mano de un niño se asolean en las raíces; las ranas cantan, las libélulas surcan el aire rápidamente, los bichos zumban y se escuchan los trinos de toda clase de aves. Justo en medio está Kingo. Se encuentra sumergido hasta el pecho en una laguna, tirando de las raíces fibrosas de hierbas del pantano kangwasika, lavándolas en el agua, y después succionándolas como si fueran espagueti. No podría estar más contento.



En realidad, toda la familia parece complacida. Por supuesto, ninguno de ellos puede acercarse a Kingo, pero cada uno ha encontrado su propio lugar en la luz del sol. Ugly está a cierta distancia, cargando con delicadeza a Bomo, como si estuviera a punto de bañarlo. Kusu y Ekendy se oyen pero no se ven, chocando alegremente por los juncos. George no se ve ni se oye. BeatriceMekome avanza seductoramente hacia el estanque de Kingo, y Mama está trepada en un árbol comiendo termitas con destreza. amamanta tranquilamente en su propio pedazo sereno de pantano.



Simplemente, son una gran familia feliz.



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LUCHA CON EL HIELO

Guerreros del hielo


Escrito por: Mark Jenkins

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Foto de Tommy Heinrich


Dariusz Zaluski bordea una caída de 1 500 metros. Al llegar el invierno, los polacos se apoderan del Himalaya, con los primeros ascensos invernales de ocho de las 14 montañas más altas del mundo.



Frío entumecedor, ventarrones, avalanchas, quemaduras por congelación. ¿por qué arriesgar el cuello en Nanga Parbat, en Pakistán, a mitad del invierno? pregúnteselo a los alpinistas polacos.



HACE UN FRÍO INDESCRIPTIBLE. Un frío tan espantoso, que incluso en el estado de embotamiento en el que se encuentran, los dos montañistas polacos lo reconocen como lo que es: el ángel de la muerte. Ha envuelto sus agotados cuerpos en sus heladas alas y se alimenta de ellos mientras sigan con vida, royendo sus dedos entumecidos y las puntas congeladas de sus pies, carcomiendo sus pálidas mejillas y sus narices endurecidas.



Es el 12 de enero de 2007, pleno invierno en la cordillera de Karakoram en Pakistán. Darek Zaluski y Jacek Jawien se acurrucan dentro de su tienda a 6 750 metros en la cuesta suroeste de Nanga Parbat, la novena montaña más alta del mundo. Todo está totalmente congelado –botas, calcetines, protector solar, botellas de agua–, como si fueran los restos de una espantosa era glacial. Sacan unas baterías de su ropa interior, se las ponen a tientas al radio y llaman al Campamento Base. El viento ruge, la nieve azota su tienda de nailon. Sólo pueden entenderse unas cuantas palabras desesperadas.


“¡Wiatr… wiatr!”


El viento, el viento, como si fueran sus últimas palabras. Pero Zaluski y Jawien no se están muriendo. Por increíble que parezca, están tratando de decidir si siguen subiendo o si bajan. Llevan dos días sin dormir. El día anterior llegaron al Campamento 3, ubicado en la cresta, y pasaron la noche acurrucados en el interior de su tienda, agarrados a los postes para impedir que el viento los rompiera. La temperatura es de 40 °C bajo cero, con ráfagas de viento de 95 kilómetros por hora. Se han puesto toda la ropa que tienen: capas de tela polar, ropa interior, guantes dentro de los mitones, capuchas y pasamontañas. La piel expuesta se quema rápidamente. Se han envuelto como capullos en sus gruesas bolsas de dormir, pero aun así siguen temblando sin control, arrastran las palabras al hablar y su cuerpo se sacude. En medio de esta escena de desgracia, entienden y aceptan la situación. Después de todo, son polacos y esta es una ocupación típicamente polaca: montañistas de altura invernales.



Zaluski, de 47 años, y Jawien, de 30, son alpinistas veteranos del Himalaya. Llevan 35 días en la montaña. Grandes patrocinadores han pagado mucho dinero por verlos triunfar. Varios sitios en la red informan sus progresos. Polonia observa. Sus camaradas observan. Pero también lo hacen la esposa de Zaluski y sus dos hijas adolescentes en Varsovia, al igual que la esposa de Jawien, en Tychy, que acuna a su hija de ocho meses de edad.



Si bajan, saben que no tendrán la fuerza para volver a subir. Si bajan, quizá ningún otro miembro del equipo tenga la determinación de subir hasta esta altura. Podría ser el fin de la expedición. Pero seguir subiendo es imposible. Seguir subiendo es una sentencia de muerte. Incluso si bajan, quizá no sobrevivan. Toman una decisión.



Vestidos con trajes rojos de astronauta, salen arrastrándose de la ondeante tienda hacia el torbellino. Cegados por la nieve que golpea sus goggles como balas, tirados de rodillas por el viento, alcanzan una cuerda que está dando latigazos en el aire, y empiezan el descenso.



NANGA PARBAT, la “montaña desnuda”, es uno de los premios más codiciados por los montañistas invernales polacos. Cuatro equipos anteriores de Polonia han intentado escalarla, y todos han fracasado.



Separado del resto del Karakoram por el río Indo, Nanga Parbat es una pirámide aislada en el extremo occidental del Himalaya. Fue la primera cumbre de 8 000 metros que intentó escalar, en 1895, el inglés A. F. Mummery y, como si quisiera advertir al mundo, la montaña mató en breve a Mummery y a sus dos cargadores de altura. Veintiocho personas más murieron en cuatro infructuosas expediciones antes de que el austriaco Hermann Buhl lograra alcanzar la cima en 1953.



Los montañistas polacos habrían dado lo que fuera, incluso probablemente sus extremidades y hasta sus vidas, por haber participado en el primer ascenso de Nanga Parbat. Después de la Primera Guerra Mundial, Polonia se estaba recuperando de la pérdida de más de un millón de personas. Durante los cuarenta, gran parte de la Segunda Guerra Mundial se peleó en suelo polaco, de modo que pereció una quinta parte de su población (casi seis millones de personas, la mitad de ellas, judíos). Cuando comenzó la Guerra Fría, los intelectuales, activistas y cualquier otro que tuviera una opinión distinta fueron reprimidos por la opresión soviética. No fue sino hasta el surgimiento de Lech Walesa y el sindicato de Solidaridad de los astilleros Lenin, de Gdansk en 1981, cuando empezaron a aparecer grietas en la pétrea estructura del comunismo.



Este periodo prolongado de sufrimiento dejó huella en el alma de la nación, y sólo constituyó el último capítulo de una historia de pesares. Como pueblo, los polacos habían aprendido desde hacía mucho tiempo a resistir circunstancias terribles y a reconocer que los héroes que luchan y pierden también son héroes. Por lo menos cinco veces durante el pasado milenio, los conquistadores habían borrado el país del mapa de Europa, intentando destruir su memoria. Sin embargo, de alguna manera, la identidad polaca había sobrevivido.



El mismo ánimo desvalido guió a los montañistas polacos que, en el transcurso de la época comunista, tuvieron prohibido participar en expediciones a las cordilleras del Himalaya y de Karakoram, perdiéndose así los primeros ascensos a todas las cumbres altas, desde el monte Everest y Nanga Parbat, en 1953, hasta Xixabangma Feng (Shisha Pangma), de 8 012 metros en China, en 1964. En su lugar, concentraron su frustración en las cimas de su propio territorio, las pequeñas montañas Tatras.



El monte Rysy, la cumbre más alta de Polonia, apenas alcanza los 2 500 metros de altura. Las Tatras no tienen glaciares o nieve durante todo el año. Pero el montañismo invernal, que implica más dolor y sufrimiento que el alpinismo de verano –hipotermia, quemaduras por frío, avalanchas–, se convirtió en una obsesión para los polacos.



Uno de los primeros practicantes del montañismo invernal polaco fue un geofísico alto y de nariz pronunciada llamado Andrzej Zawada. En 1959, completó el primer encadenamiento de las Tatras, subiendo más de un centenar de cumbres y peñas en 19 días nevados de ascenso continuo. Apuesto y carismático, se convirtió en el impulsor del montañismo invernal más visible y visionario de Polonia. “Dime lo que has hecho en Kazalnica en invierno y te diré cuánto vales”, acostumbraba decir a otros alpinistas.




En 1973, cuando la Cortina de Hierro empezaba a agrietarse, se le permitió a Zawada visitar Afganistán, donde llevó a cabo el primer ascenso invernal a una cumbre de 7 000 metros, alcanzando la cima de 7 492 metros del Noshaq. El siguiente invierno, Zawada escaló arriba de los 8 000 metros en Lhotse con Zygmunt Heinrich, convirtiéndose así en el primero en alcanzar la “zona de muerte” en invierno. Hacia finales de los setenta, Zawada se atrevió a sugerir que incluso el Everest podía escalarse en invierno.



Zawada convenció al gobierno de Nepal para que le expidieran un permiso para intentar subir al Everest en el invierno de 1979. Fue el primer permiso invernal otorgado y creó de facto una nueva temporada oficial de montañismo en el Himalaya. Muchos alpinistas todavía pensaban que el montañismo de altura en invierno era suicida. Pero Zawada sabía algo que ellos no: los polacos se habían entrenado para eso durante dos generaciones. Por carácter, deseo y experiencia, los escaladores polacos estaban acostumbrados al frío, al viento, a la oscuridad y al peligro. El 17 de febrero de 1980, Leszek Cichy y Krzysztof Wielicki llegaron a la cumbre del Everest, el primer ascenso invernal de un ochomil.



12 DE DICIEMBRE DE 2006. Wielicki regresa al Himalaya, encabezando el asalto a Nanga Parbat. Alpinistas y cargadores suben equipo desde el Campamento Base, establecido en nieve profunda junto a un arroyo helado. Wielicki está sorbiendo un humeante tazón de callos, cuando el radio suena. Levanta el receptor y responde.



Hubo un accidente, una avalancha. Hassan Sadpara, un experimentado cargador de alta montaña, resultó herido. Wielicki mueve la cabeza con seriedad. Ha visto morir a mucha gente en las montañas; y ha perdido a una docena de amigos. Pregunta con calma qué tan mal está y se ve visiblemente aliviado cuando oye que sólo se lastimó el hombro. Wielicki les indica a sus compañeros que bajen a Sadpara al Campamento Base tan rápido como sea posible.



Veterano de 37 expediciones a Asia, Wielicki fue la quinta persona en alcanzar las cimas de los 14 ochomiles. Además del Everest, realizó los primeros ascensos invernales de Kanchenjunga y Lhotse. Wielicki es uno de los montañistas del Himalaya más exitosos del mundo.



Reunió un equipo sin par de nueve alpinistas para esta expedición (“Estoy buscando a los luchadores”, dijo). Están la vieja guardia –Wielicki (57 años), Krzysztof Tarasewicz (55), Jan Szulc (50), Jacek Berbeka (47), Dariusz Zaluski y Artur Hajzer (44)– y la artillería joven –Jacek Jawien, Robert Szymczak (29) y Przemyslaw Lozinski (35). Wielicki dice que está tratando de “contagiar” a la nueva generación de alpinistas polacos con el “gozo por el sufrimiento positivo, porque si algo resulta fácil, no lo disfrutas realmente”.



Los polacos están intentando subir el flanco izquierdo de la cara Rupal por la ruta Schell de 1976, que asciende por una cresta dentada con fieros gendarmes pétreos separados por empinadas secciones de hielo. Su plan requiere cuatro campamentos, quizá un vivac antes de intentar llegar a la cima, y unos tres kilómetros de cuerda fija. Pero sólo después de cinco días en la montaña, ya hay problemas.


El día que llegaron, cayeron 30 centímetros de nieve y desde entonces se la han pasado sorteando avalanchas. “El invierno suele ser una época segura para escalar –dice Wielicki–. Pero los Karakoram son diferentes al Himalaya. Más fríos, más ventosos y más húmedos”. También se han dado cuenta de que su Campamento Base, a los pies de la inmensa cara Rupal, está demasiado abajo –a apenas 3 535 metros– lo que significa que el equipo se enfrenta a un ascenso de unos 4 500 metros para llegar a la cima, una distancia casi imposible en verano, no digamos en invierno.



Pese a estas dificultades, la expedición se mueve rápidamente durante los primeros 10 días. Esquivando avalanchas, el 11 de diciembre instalan su Campamento Base de Avanzada a 4 519 metros, protegido bajo una saliente rocosa. El 12 de diciembre establecen el Campamento 1 en una cresta a 5 070 metros. El clima está fresco, 25 °C bajo cero por la noche, “pero para los polacos, es bastante controlable”, dice Jawien. Los ánimos están altos, se siente la energía en el aire gélido. No importan las avalanchas, el frío ni el largo ascenso, la antigua audacia polaca está de regreso.



LOS OCHENTA llegaron a ser, a fin de cuentas, años dorados para los alpinistas polacos. Tras su primer ascenso invernal al Everest en 1980, los escaladores polacos se convirtieron en héroes nacionales. Zawada recibió incluso una carta del papa Juan Pablo II, el primero y el único papa polaco hasta ahora. La industria estatal les pagó generosamente a los mejores montañistas invernales para pintar las chimeneas de sus fábricas contaminantes. Tanto los alpinistas como sus clubes fueron subsidiados como atletas profesionales, al igual que otros atletas del bloque oriental de esa época. Y actuaban como profesionales. “En ese entonces teníamos hambre, hambre de escribir nuestra propia historia”, dijo Wielicki. Para lograrlo, tenían que hacer algo que nadie más hubiera hecho nunca. “Nadie había escalado el Himalaya en invierno –dijo–. Pero los polacos conocen el frío. El frío nos vuelve más creativos. Un ascenso invernal al Everest en 1980 fue el comienzo, el primer capítulo”.



En el invierno de 1986, Wielicki y Jerzy Kukuczka escalaron el Kanchenjunga (8 598 metros). Este último es un alpinista serio, considerado con frecuencia el más grande montañista de altura de todos los tiempos. Descrito como un “rinoceronte psicológico”, inigualado en su capacidad de sufrimiento, Kukuczka fue el segundo en escalar los 14 ochomiles, pero subió 10 de ellos por rutas nuevas y cuatro en invierno. En febrero de 1987, Kukuczka y Artur Hajzer conquistaron la cima de la cadena Annapurna (8 078 metros) y Wielicki subió solo el Lhotse el 31 de diciembre de 1988.



En sólo ocho años, los polacos habían conquistado siete primeros ascensos invernales de ochomiles. Fueron llamados los Guerreros del Hielo, una nueva raza de montañistas extremos. “Entonces, repentinamente en 1989, todo se derrumbó –dijo Artur Hajzer, uno de los Guerreros del Hielo ahora barbicano–. Oigan, yo fui uno de los que salieron a marchar en las calles. Yo luché por la caída del comunismo, pero cuando llegó el fin, también se terminó nuestra forma de vida”.



Lo que resultó más irónico de lo que parecía, reveló Hajzer. Pintar las chimeneas subsidió las expediciones polacas en los ochenta, pero el dinero no era suficiente para mantener también a las familias de los escaladores. Así que los mejores montañistas polacos se convirtieron en expertos contrabandistas. Compraban productos polacos baratos –chaquetas con forro de pluma, tiendas de acampar, colchones, zapatos–, contrataban camiones o incluso aviones para transportarlos a Nepal, donde vendían la mercancía en el mercado negro durante las expediciones. “En los ochenta, el ingreso promedio en Polonia era de 10 o 15 dólares al mes –dijo Hajzer–. Al contrabandear productos polacos a Nepal, ganábamos miles. Los escaladores y los clubes de montañismo tenían un ingreso enorme. ¡Todos querían ser montañistas!”.



Cuando finalmente se desintegró el Estado comunista, lo mismo pasó con toda la brillante vida que los alpinistas polacos habían imaginado. “Si no hay dinero, no hay posibilidades”, dijo Hajzer. Ni expediciones al Himalaya. No se volvió a escalar ningún ochomil en invierno durante 17 años (hasta el ascenso invernal del Xixabangma en 2005, encabezado por Jan Szulc). Y ningún equipo de alpinistas de otra nación o multinacional se ofreció a llenar ese vacío. Los ascensos invernales al Himalaya eran asunto de polacos.



Tomó más de una década para que Polonia nivelara su economía. Para entonces, los caballeros de la mesa redonda polaca eran abuelos. Hajzer había fundado una empresa de equipo para montañismo. Wielicki había iniciado un negocio de importaciones. Los jóvenes escaladores polacos podían escalar donde quisieran. Podían ir a España o a Grecia y escalar bajo el Sol. Sin embargo, todos los ochomiles de Pakistán –K2, Broad Peak, Nanga Parbat, Gasherbrum I y II– y Makalu en la frontera entre China y Nepal todavía esperaban un ascenso invernal.



En 2002, Krzysztof Wielicki entregó un Manifiesto de Invierno a la Asociación Alpina Polaca. Era un llamado a la acción. La mitad de los ochomiles había sido escalada por polacos. Faltaba la otra mitad. Había llegado la hora de que una nueva generación la terminara. “Pueden contar con mi generación, con nuestra ayuda y experiencia, incluso con nuestra participación activa. ¡La decisión es suya!”.



18 DE DICIEMBRE DE 2006. Cuanto más alto se mueve el equipo en la montaña, más peligroso se vuelve. Hajzer, Jawien y Zaluski pasan tres días luchando contra el viento y el frío para fijar líneas en un largo y empinado trecho de hielo arriba del Campamento 1. Finalmente, fijaron más de 1 800 metros de cuerda, desde los 5 000 hasta los 5 800 metros. Es un esfuerzo heroico y regresan exhaustos al Campamento Base.



Wielicki y Robert Szymczak, el médico del equipo, son los siguientes en subir. Deben extender las líneas otros 300 metros e instalar el Campamento 2 a unos 6 100 metros. El día 19, arriba de las líneas fijadas, encuentran una torre rocosa en la cresta nevada, pero en vez de tomarse el tiempo para buscar una manera más fácil de rodearla, Wielicki intrépidamente tira una línea por el centro. Esto es clásico de Wielicki: escoger el camino difícil. Es peligroso escalar en roca mala.



Ocasionalmente clava pitones, pero la mayoría de las veces sólo asciende más y más arriba. La roca es tan inestable que Szymczak debe esconderse detrás de los crestones para evitar que lo maten las piedras que caen tras Wielicki.



El anochecer obliga a Wielicki y a Szymczak a instalar un vivac cerca de la cima de la torre, a sólo 5 950 metros. Están a 30 °C bajo cero. Escarban un rellano en la nieve angulada, pasan una noche miserable y descienden al siguiente día terriblemente fatigados.



El resto del equipo se desconcierta por la ruta elegida por Wielicki. A pesar de que el Campamento 2 por fin se instala a 6 100 metros en una grieta peligrosa justo arriba del “espolón de Wielicki”, este es demasiado técnico y empinado para los cargadores, que dejan caer su carga en la base y bajan corriendo la montaña. Subir tiendas, bolsas, cuerda, comida y combustible el corto trecho del espolón de Wielicki desgastó al equipo. Krzysztof Tarasewicz es alcanzado por una piedra que cae y le destroza un dedo. Se pierden casi dos semanas subiendo y bajando esta pequeña torre rocosa.



Finalmente, el 1 de enero, Hajzer, Jawien y Zaluski descubren una sencilla desviación alrededor del espolón de Wielicki. Pero ya se ha perdido tiempo, energía y entusiasmo valiosos e irrecuperables. El propio Wielicki dijo que el equipo necesitaba alcanzar la cumbre antes de mediados de enero, cuando los vientos invernales se vuelven tan feroces que es imposible continuar.



Su negra predicción empieza a cumplirse. Instalar el Campamento 3 se convierte en una lucha épica contra el viento. Se requiere otra semana y tres intentos antes de que el equipo finalmente instale el Campamento 3 a 6 750 metros, abriendo una pequeña zanja para una sola tienda en nieve tan dura como el concreto.



Al regreso, en el Campamento Base hay un zumbido en el aire: el profundo rugido del viento que viene de la cumbre. El lento progreso, el frío y la tensión demoledores han empezado a deshacer la cohesión necesaria del equipo. Los montañistas toman partido unos contra otros; hay acusaciones y murmuraciones.



En un intento por salvar la expedición, Wielicki ejecuta un plan desesperado, aun cuando el Campamento 4, el campamento de altura, no se ha establecido, y armar un vivac en la cumbre es una muerte segura. Zaluski y Jawien subirán al Campamento 3; él y Hajzer irán al 2, luego al que sigue. Szymczak y Lozinski esperarán en el Campamento Base. Quizá, de algún modo, Zaluski y Jawien puedan instalar el Campamento 4. Tal vez alguien, de alguna manera, alcance la cima.



Zaluski lo sabe muy bien. Este será su quinto viaje a la montaña. Él y Jawien son sólo esqueletos de los hombres que eran hace un mes. Caminando con dificultad como soldados cansados, salen del Campamento Base, y suben a librar una última batalla con el frío y el viento. Zaluski es totalmente consciente de la insensatez de su misión, pero aun así, va.



Tres días después, el 14 de enero, termina la quinta expedición invernal polaca a Nanga Parbat, pero no la historia del montañismo polaco.



Antes de que el equipo vuelva a casa, ya están planeando regresar al Himalaya. Hajzer y Wielicki están pensando en el Broad Peak. Jacek Berbeka quiere intentar de nuevo Nanga Parbat. Zaluski tiene esperanzas para el K2, Tarasewicz para Makalu. Jawien, Szymczak y Lozinski quieren reunirse con Hajzer en el Gasherbrum I o II. La vieja guardia está haciendo planes y soñando con la artillería joven, como en los viejos tiempos.



En esta historia de montañas y hombres, invierno y fuerza de voluntad, sufrimiento y supervivencia, ya se han escrito ocho capítulos. Sólo faltan seis, y no cabe duda de que los polacos los escribirán. ¿Quién más podría? ¿Qué pasaría si los polacos conquistaran cada uno de los ochomiles en invierno?, había declarado Wielicki en su Manifiesto de Invierno. “¿No sería maravilloso? ¿Pueden imaginárselo? Inscribamos para siempre el nombre de los Guerreros del Hielo en la historia del montañismo del Himalaya”.



Ya lo está.


Recorra una de las montañas más altas del mundo mediante una entrevista con el fotógrafo Tommy Heinrich


VOLCANES

La vida entre volcanes



Escrito por: Staff el 04 de Enero de 2008 | 6:00 am
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DACIL Y LA BANDA DEL ZURDO

Dukkun: the album (making of)





Descripción: Making off gravació del disc DUKKUN de La Banda del Surdo als Estudis 44.1 de Girona.


Càmara: Irene Serrat, Xavi Font, Ariadna Pagès. Realització: Tito Rey.


Elogio de la magnificiencia


Escrito por: Staff

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FÍSICA Y QUÍMICA - IES LUCAS MARTÍN ESPINO DE ICOD DE LOS VINOS - TENERIFE