Vivir bajo la sombra
de los volcanes
de Indonesia
Los dioses deben de estar inquietos
El infierno está a punto de desatarse, pero Udi, un campesino sexagenario del poblado de Kinarejo en la isla indonesia de Java, se niega a moverse. Se niega aunque sólo cuatro y medio kilómetros separan Kinarejo del humeante pico del monte Merapi. Se niega a pesar de que las columnas de gas tóxico y los nerviosos trazos de los sismógrafos señalan una inminente explosión. Se niega aunque el gobierno haya ordenado una evacuación completa. “Aquí me siento a salvo –dice–. Si el guardián no se mueve, tampoco lo haré yo”.
El Merapi es un asesino por naturaleza. Se eleva casi 3 000 metros sobre los bosques y campos, y está clasificado entre los volcanes más activos y peligrosos del mundo. Su nombre, de hecho, significa “montaña de fuego”. En 1930, una erupción de este volcán mató a más de 1 300 personas; incluso en épocas menos mortíferas, las columnas de humo se mueven amenazadoras desde la cumbre. Conforme el estruendo del volcán alcanzaba su clímax en mayo de 2006, miles de personas huyeron de las fértiles laderas y se asentaron a regañadientes en campamentos improvisados a altitudes menores y más seguras. Incluso los monos residentes descendieron en manada.
No lo hicieron Udi ni los habitantes de su poblado, quienes siguen el consejo de un octogenario con una deslumbrante dentadura postiza y que gusta de los cigarrillos mentolados: Mbah Marijan, el guardián del Merapi. Marijan tiene uno de los empleos más extraños en Indonesia o, para el caso, de cualquier otra parte. Él carga en sus delgados hombros con la suerte de los pobladores como Udi y de los 500 000 residentes de Yogyakarta, una ciudad situada a 32 kilómetros hacia el sur. Su responsabilidad consiste en realizar los rituales concebidos para apaciguar a un ogro que se cree habita en la cumbre del Merapi. Esta vez, los rituales parecen haber fallado. Las advertencias se vuelven más apremiantes. Vulcanólogos, altos mandos militares e incluso el vicepresidente de Indonesia le suplican que abandone el lugar. Se niega rotundamente. “Su obligación es venir a hablar conmigo –informa a la policía–. La mía es permanecer aquí”.
La conducta de Marijan podría parecer suicida en cualquier otra parte, no así en Indonesia, un archipiélago de 17 500 islas que abarca los confines occidentales del hiperactivo Anillo de Fuego. Se trata de una zona de violencia geofísica, una unión de placas tectónicas en colisión que a lo largo de más de 40 000 kilómetros circunda el Pacífico. La geografía le ha repartido a Indonesia un albur: en ninguna otra parte viven tantas personas tan cerca de tantos volcanes activos, 129 de acuerdo con un conteo. Tan sólo en Java viven 120 millones de personas bajo la sombra de más de 30 volcanes, cercanía que ha probado ser fatal para más de 140 000 personas durante los últimos 500 años.
La muerte causada por un volcán adopta diversas formas: lava abrasadora, lodo sofocante o los tsunamis que suelen seguir a una erupción. En 1883, el monte Krakatau (que en español también acepta la grafía Krakatoa) situado frente a la costa de Java, provocó un tsunami que cobró más de 36 000 vidas. Para Marijan, sin embargo, una erupción no representa tanto una amenaza como un brote. “El reino del Merapi se está expandiendo”, dice haciendo un gesto con la cabeza hacia la ardiente cima. En Indonesia, los volcanes no sólo son parte de la vida, son la vida misma. La ceniza volcánica enriquece los suelos; en Java los agricultores pueden obtener tres cosechas de arroz en una temporada. Los de la vecina Borneo, en la que sólo hay un volcán, no pueden.
En un plano menos terrenal, los volcanes se hallan en el centro de un complejo conjunto de creencias místicas que atrapan a millones de indonesios e influyen en los acontecimientos de maneras inesperadas. Sus picos atraen tanto a santos varones como a peregrinos. Sus erupciones auguran cambios políticos y agitación social. Podría decirse que en Indonesia los volcanes son un crisol cultural en el que se mezclan, o no, el misticismo, la vida contemporánea, el islam y otras religiones. Indonesia es un conjunto de razas, religiones e idiomas unido por los volcanes. La veneración que se tiene por ellos es prácticamente un rasgo nacional.
Si el Centro de Mitigación de Desastres Geológicos y Vulcanológicos, el organismo estatal que mantiene ocho estaciones sismológicas zumbando en el Merapi, representa a la ciencia moderna, Marijan, el guardián del volcán, es la Indonesia más mística. Se dice que cuando un excursionista holandés se perdió en el volcán en 1996, Marijan hizo desaparecer la espesa neblina y lo halló lesionado en un barranco. De la noche a la mañana, los vulcanólogos del gobierno han aumentado la alerta a su máximo nivel. El domo de lava podría derrumbarse en cualquier momento. ¿No se ha enterado Marijan?
Las súplicas no lo impresionan. Las alertas son apenas suposiciones de hombres muy alejados del espíritu del volcán. ¿Venirse abajo el domo de lava? “Eso es lo que señalan los expertos –dice sonriendo–. Pero un idiota como yo no ha visto ningún cambio desde ayer”.
EL LEMA DE INDONESIA, “Bhinneka tunggal ika” –unidad en la diversidad–, hace referencia a alrededor de 300 grupos étnicos y a más de 700 idiomas y dialectos. El gobierno reconoce oficialmente seis religiones: el islam, el catolicismo, el protestantismo, el budismo, el hinduismo y el confucianismo, pero el misticismo penetra en todas ellas y desnuda sus raíces animistas. Sumatra, la enorme isla localizada al noroeste de Java, es el hogar de los batak, convertido al cristianismo por los misioneros europeos en el siglo xix. Sin embargo, muchos siguen creyendo que el primer ser humano descendió del cielo en una vara de bambú hasta el monte Pusuk Buhit, un volcán activo ubicado en las riberas del lago Toba. Los tengger, hinduistas que viven en los alrededores del monte Bromo en Java oriental, periódicamente lo escalan en medio de las asfixiantes nubes sulfurosas para arrojar dentro del cráter dinero, legumbres, pollos y, de vez en cuando, alguna cabra. De igual modo, en Bali, que es principalmente hinduista, los volcanes son sagrados; ninguno lo es más que su pico mayor: el monte Agung, de 3 000 metros de altura. Se afirma que un bali-nés auténtico conoce su ubicación con los ojos cerrados, y muchos lugareños duermen con la cabeza apuntando hacia el volcán.
En 1963, una catastrófica erupción del monte Agung mató a 1 000 personas. Otras murieron de hambre después de que las cenizas asfixiaran sus cultivos. “El propio suelo bajo nuestros pies temblaba con las sacudidas perpetuas de las explosiones”, escribió un testigo ocular. Sin embargo, lo que alguna vez se denominó furia divina ahora se considera una bendición. Con la roca y la arena que arrojó la erupción se construyeron hoteles, restaurantes y villas para la multitud de visitantes extranjeros, que comenzaron a llegar en los setenta. Pese a los ataques de terroristas islámicos en 2002 y 2005, que mataron a más de 220 personas, el turismo aún es la mayor industria de Bali. La marea creciente del turismo no ha levantado a todo el mundo; 700 personas del poblado de Trunyan se apretujan en un bastión de montaña cerca del monte Batur. Sus destartaladas casas se aferran a una astilla de terreno a lo largo de un lago en una vasta caldera. Los pobladores pescan en piraguas y cultivan en los escarpados muros de la caldera. Aunque el turismo ha traído un desarrollo vertiginoso al resto de Bali, el apreciado aislamiento de Trunyan significa ahora marginación económica. Los ancianos miran impotentes cómo las nuevas generaciones siguen el mismo camino que la roca y la arena de Batur hacia los pueblos y ciudades de Bali. “Aquí no hay empleos, no hay oportunidades”, admite Made Tusan, maestra en la única escuela de Trunyan.
Como si el malestar económico no fuese suficiente, una catástrofe ocurrida hace poco se agregó a la letanía de aflicciones. Una higuera de Bengala gigante que había brindado sombra al poblado durante siglos se vino abajo durante una tormenta, aplastando el templo del poblado, aunque la estatua sagrada de Dewa Ratu Gede Pancering Jagat, la deidad local, se salvó milagrosamente. Uno de los ancianos del poblado, I Ketut Jaksa, culpa del desastre a los políticos y hombres de negocios balineses. Él “no va a dar nombres”, dice con cautela, pero insiste en que hicieron enojar a la deidad del volcán al rezar para progresar en sus carreras mientras pasaban por alto el creciente deterioro de Trunyan. Otras personas culpan a la nueva carretera, que hace poco conectó al poblado con el resto de Bali, acabando con su aislamiento y dejándolo abierto a la contaminación espiritual.
EN INDONESIA, se acepta como un hecho que la locura puede desatar catástrofes naturales. Erupciones, terremotos, incluso la caída de una higuera de Bengala, desde hace mucho tiempo, se han visto como votos de desconfianza cósmicos a un gobernante, de lo cual es dolorosamente consciente el presidente del país, Susilo Bambang Yudhoyono.
Dos meses después de la toma de posesión del presidente en octubre de 2004, un terremoto y un tsunami golpearon la provincia de Aceh en Sumatra y cobraron 170 000 vidas. Un terremoto sacudió Sumatra tres meses después, matando quizá a 1 000 personas. Entonces el monte Talang hizo erupción, obligando a miles de pobladores a abandonar sus hogares. Un mensaje de texto en cadena iluminaba los teléfonos celulares, implorando a Yudhoyono que realizara un ritual para detener las calamidades. “Señor presidente –decía el mensaje–, le rogamos que sacrifique 1 000 cabras”. Yudhoyono, ex general con un doctorado en economía agrícola, se negó públicamente. “Incluso si sacrificara 1 000 cabras –anunció–, en Indonesia no terminarían las catástrofes”.
No terminaron. Hubo más erupciones: una certeza estadística en el país repleto de volcanes. Una catástrofe siguió a otra: un terremoto, un tsunami, inundaciones, incendios forestales, deslizamientos de terrenos, dengue, gripe aviar y una erupción de lodo. Descarrilaban trenes, se hundían transbordadores y, después de tres graves accidentes de avión, un editorial del Jakarta Post aconsejaba a los viajeros aéreos que rezaran.
Se decía que el cúmulo de tragedias que persiguió al presidente podía explicarse por su poco auspiciosa fecha de nacimiento y por el nombre de su vicepresidente, Jusuf Kalla, que tenía un triste parecido con el de un monstruo devorador de hombres llamado Batara Kala. En medio de nuevos llamamientos para que realizara un ritual que acabara con la mala racha, el presidente Yudhoyono y su gabinete se unieron a una plegaria colectiva en la Gran Mezquita de Jakarta. “Nada fuera de lo común”, insistió su vocero, pero a todas luces la destacada reunión tenía como finalidad disipar el temor nacional.
Otros políticos hacen un llamado directo a los espíritus. Miembros del Partido Indonesio de Unidad Nacional y Fusión se reunieron en las alturas de las laderas del Merapi para llevar a cabo un mitin político revestido de rituales, aun cuando el volcán estaba a punto de estallar. Encabezada por Arief Koesno, un corpulento ex actor que se cree la reencarnación del primer presidente de Indonesia, Sukarno, la ceremonia comenzó con el sacrificio de nueve cabras y terminó con una desordenada danza en círculo de los miembros del partido.
“Después de esta ceremonia –declaró Koesno–, estoy seguro de que el Merapi no entrará en erupción”.
Tres días después, el volcán erupcionó.
A MEDIDA QUE LAS COSAS SE CALIENTAN alrededor del Merapi, decenas de reporteros acuden al lugar para cubrir el plantón protagonizado por Marijan, el primer guardián del Merapi en la era de los medios de comunicación. En poco tiempo, su rostro y las palabras “Presidente del Merapi” adornan camisetas en toda Yogyakarta. Con la finalidad de reunir fondos para sus empobrecidos vecinos de Kinarejo, Marijan aparece en un anuncio televisivo de una bebida energética. El kraton, como se conoce el palacio de altos muros del sultán en Yogyakarta, le paga a Marijan, quien heredó de su padre su trabajo de guardián del Merapi, el equivalente a un dólar al mes. En la cosmología javanesa tradicional, el kraton se posa sobre una línea invisible entre el monte Merapi y el cercano Océano Índico. El sultán, a decir de una publicación del palacio, es “una persona elegida por los dioses [cuya coronación es precedida por] un mensaje sobrenatural”. Además de la labor cotidiana de gobernar Yogyakarta, el sultán también es responsable de aplacar a la poderosa diosa marina llamada Ratu Kidul, y al ogro guardián del Merapi, Sapu Jagat.
Una mañana, llegan soldados. “No quiero irme”, les dice Marijan con toda la firmeza que su chirriante voz es capaz de transmitir. “Quizá me vaya mañana. Quizá, pasado mañana. Es cosa mía”. Luego dirige sus pasos hacia la mezquita del poblado. Entre las obligaciones de Marijan puede estar aplacar a un ogro que habita en el volcán, pero también es un musulmán devoto que reza plegarias cinco veces al día. Dos días más tarde, el domo de lava se derrumba. El tránsito se estanca en el centro de Yogyakarta cuando los automovilistas miran boquiabiertos la abrasadora avalancha de rocas que cae a toda velocidad por el flanco occidental del Merapi, en dirección contraria al poblado de Marijan. Gracias a la oportuna evacuación, nadie resulta herido.
Un mes después, el domo de lava vuelve a derrumbarse, esta vez hacia el sur y dos socorristas perecen bajo dos metros de ceniza caliente. De nuevo, la fortuna (¿o es acaso la deidad del volcán?) perdona al poblado de Marijan. En la pertinaz observancia de su deber, Marijan se ha enfrentado no sólo a las autoridades, sino también a su propio jefe, Hamengku Buwono X, el sultán, quien respaldó el llamamiento del gobierno a una evacuación.
Hamengku Buwono X –el nombre significa “sustentador del universo”– encabeza una dinastía que data del siglo xviii. Muestra su retrato oficial en el atuendo completo de la corte javanesa, con una daga curva dentro de su magnífico sarong de batik. Su indumentaria cotidiana consiste en un traje oscuro impecablemente confeccionado, de preferencia Armani. En su oficina, durante una entrevista, fuma un grueso puro Davidoff. Detrás de él cuelga un gran cuadro de un volcán. “No es el Merapi –dice con displicencia–. Es el Fuji”.
Aunque la tradición exige que emplee a Marijan, Hamengku Buwono X, licenciado en leyes, no cree en los espíritus que supuestamente habitan en los volcanes. Es un musulmán progresista que ha instado a los habitantes de Yogyakarta a considerar las erupciones del Merapi desde una perspectiva científica. El sultán cree que “Un gran país no puede construirse sobre mitos pesimistas”.
La relación entre el sultán y Marijan es incómoda, por decir lo menos. Los dos habitan polos opuestos: el sultán moderno contra el guardián místico. Marijan informa a los reporteros que evacuará el lugar si se lo ordena el sultán, pero no se refiere al actual gobernante. Su sultán es el muy querido Hamengku Buwono IX, padre de Hamengku Buwono X, quien nombró a Marijan como guardián y que murió hace casi 20 años. “Yo sigo al noveno sultán –afirma–. Él era el hombre que estaba en el kraton la última vez que visité el lugar”.
En opinión de Marijan, el mayor error del actual sultán es permitir a hombres de negocios extraer del Merapi miles de metros cúbicos de roca y arena. “Él no es el sultán –dice Marijan tajante–. Es tan sólo el gobernador”. Marijan no es el único que desaprueba al sultán. Algunos habitantes de Yogyakarta acusan a Hamengku Buwono X por convertir esta capital cultural en una ciudad de centros comerciales y de pasar demasiado tiempo en el campo de golf. Añoran el consuelo de los añejos rituales y critican al sultán por descuidar las ceremonias a las que su padre asistía habitualmente. En 2006, fue notoria la ausencia del sultán en un ritual anual para bendecir las ofrendas dedicadas al ogro Sapu Jagat y la diosa marina Ratu Kidul. Las ofrendas (que incluyen comida, flores, tela y recortes del cabello y de las uñas de las manos del sultán) se hacen para asegurar la alineación sagrada entre el volcán, su palacio y el Océano Índico y, por lo tanto, la seguridad del pueblo.
Menos de dos semanas después de la primera gran erupción del Merapi en 2006, ocurrió un fuerte sismo al sur de Yogyakarta, que mató a más de 5 000 personas. El palacio y los cementerios reales también resultaron muy dañados, un pésimo augurio para el sultán, que ya era blanco de la indignación pública por la lenta distribución de los fondos de socorro.
Se imponía la contención de daños a su imagen pública. Incluso un sultán moderno no puede escapar a la fuerza de las antiguas creencias. Con su presencia o sin ella, las ofrendas rituales anuales debían hacerse. De manera que el personal del sultán dispuso las ofrendas en el patio dañado por el terremoto para una breve ceremonia, luego las colocaron en autos que las esperaban y se dirigieron a toda prisa con dos rumbos distintos. El primer conjunto de ofrendas fue llevado a la casa de Marijan. A la mañana siguiente, el guardián caminó hasta un pabellón apenas a un kilómetro de distancia del pico del volcán donde, en medio de árboles partidos a la mitad por el más reciente flujo piroclástico y el impacto de los cantos rodados, oró solemnemente sobre las ofrendas del sultán.
Un segundo conjunto de ofrendas fue llevado hacia el sur a Parangkusumo, la playa del Océano Índico donde, según la leyenda, Senopati, ancestro del sultán que vivió en el siglo xvi, conoció a la diosa marina Ratu Kidul. Miles de casas quedaron reducidas a escombros entre los arrozales. En Parangkusumo, el personal del sultán enterró sus recortes de cabello y de uñas de las manos cerca de la playa, en un recinto separado con una cerca donde dos piedras en las que se habían esparcido flores marcaban el sitio del antiguo encuentro. Otras ofrendas fueron lanzadas a las olas.
Es agosto. Han transcurrido tres meses desde la última erupción importante del año. Aunque sigue activo, el Merapi se ha tranquilizado. Los residentes atribuyen la calma a las oraciones de Marijan y a su presencia en el volcán. Pero en Indonesia la calma dura tanto como una columna de humo.
EL ANTAGONISTA en la ecuación es el islam militante. Radicalizados por acontecimientos como el 11 de septiembre de 2001 y la invasión estadounidense a Irak, grupos que abogan por una versión más austera del islam han adquirido fuerza e influencia, impulsados por la percepción de que este es la cura para los males de Indonesia, sobre todo la pobreza y la corrupción. Algunos gobiernos locales han introducido medidas basadas en la sharia, la ley islámica, que exige el arresto de mujeres que no llevan pañoleta en la cabeza o azotes públicos a parejas adúlteras.
Los islamistas militantes dirigen su atención al misticismo, convencidos de que tales prácticas contaminan la fe. Los socorristas islámicos que llegaron a Yogyakarta después de la primera erupción del Merapi en mayo de 2006 hicieron el voto de perturbar los rituales celebrados en el volcán, mientras que en Yakarta integrantes de un grupo islámico juvenil cortaron a hachazos las ramas de una higuera de Bengala sagrada para demostrar que no tenía poderes mágicos. “Las personas solían creer que cosas como los sepulcros y los árboles de gran tamaño eran sagrados”, afirma Muhammad Goodwill Zubir, uno de los dirigentes de la Muhammadiyah, organización cuyo interés central es hallar formas pacíficas de purgar la fe musulmana de influencias preislámicas, incluso la veneración “herética” de los volcanes. “A medida que la Muhammadiyah se difunde en estas zonas, tales creencias desaparecen”, dice Zubir. Aun así, hay hombres, como Satria Naradha, que creen que el misticismo no sólo sobrevivirá, sino que florecerá. Naradha es propietario del periódico principal y el canal de televisión más importante de Bali. Los lugareños admiran al magnate de los medios de comunicación, de cuarenta y tantos años de edad, por dirigir los espléndidos rituales que el presidente Yudhoyono mira con tanto desagrado.
“Los volcanes son los tronos de los dioses”, explica Naradha. “Son la máxima fuerza de la naturaleza, una fuerza que puede sustentar o destruir la vida”. Naradha contribuye a financiar un ambicioso programa de construcción de templos hinduistas en toda Indonesia, en especial en volcanes activos. Además de reunir casi un millón y medio de dólares para terminar un templo en el monte Rinjani en Lombok, tiene planes de construir otro en el monte Tambora en Sumbawa, lugar donde en 1815 ocurrió la mayor erupción que se haya registrado en la historia. Por supuesto, espera edificar algún día un templo en el monte Merapi.
La armonía parece difícil de lograr en un país dividido por una multitud de creencias y de idiomas, y el incesante estira y afloja entre el mundo moderno y las antiguas tradiciones. El hinduismo proselitista, el islam militante, el antiguo misticismo: ¿Cuál de ellos prevalecerá? Quizá todos. Quizá ninguno. La globalización se extiende por Indonesia como un monzón. Una nueva generación diestra en internet no venera a los volcanes, sino a los grupos musicales asiáticos formados por jóvenes y a los clubes de futbol ingleses.
Pero no hay que descartar a los volcanes todavía. Hace poco el Golkar, el partido político más grande de Indonesia, realizó su reunión anual en Yogyakarta. Y se espera que su ambicioso líder, el vicepresidente Jusuf Kalla –el mismo que tenía un nombre poco auspicioso–, busque la presidencia en 2009.
En el salón de baile del Hyatt, cuyas paredes están revestidas de teca, Kalla presenta al invitado de honor como un hombre “decidido y capaz de tomar decisiones en cualquier situación de riesgo”.
Se trata, desde luego, de Mbah Marijan. ¿Quién mejor que el presidente del Merapi para lanzar una campaña al cargo más alto del país?
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