Guerreros del hielo
Dariusz Zaluski bordea una caída de 1 500 metros. Al llegar el invierno, los polacos se apoderan del Himalaya, con los primeros ascensos invernales de ocho de las 14 montañas más altas del mundo.
Frío entumecedor, ventarrones, avalanchas, quemaduras por congelación. ¿por qué arriesgar el cuello en Nanga Parbat, en Pakistán, a mitad del invierno? pregúnteselo a los alpinistas polacos.
HACE UN FRÍO INDESCRIPTIBLE. Un frío tan espantoso, que incluso en el estado de embotamiento en el que se encuentran, los dos montañistas polacos lo reconocen como lo que es: el ángel de la muerte. Ha envuelto sus agotados cuerpos en sus heladas alas y se alimenta de ellos mientras sigan con vida, royendo sus dedos entumecidos y las puntas congeladas de sus pies, carcomiendo sus pálidas mejillas y sus narices endurecidas.
Es el 12 de enero de 2007, pleno invierno en la cordillera de Karakoram en Pakistán. Darek Zaluski y Jacek Jawien se acurrucan dentro de su tienda a 6 750 metros en la cuesta suroeste de Nanga Parbat, la novena montaña más alta del mundo. Todo está totalmente congelado –botas, calcetines, protector solar, botellas de agua–, como si fueran los restos de una espantosa era glacial. Sacan unas baterías de su ropa interior, se las ponen a tientas al radio y llaman al Campamento Base. El viento ruge, la nieve azota su tienda de nailon. Sólo pueden entenderse unas cuantas palabras desesperadas.
“¡Wiatr… wiatr!”
El viento, el viento, como si fueran sus últimas palabras. Pero Zaluski y Jawien no se están muriendo. Por increíble que parezca, están tratando de decidir si siguen subiendo o si bajan. Llevan dos días sin dormir. El día anterior llegaron al Campamento 3, ubicado en la cresta, y pasaron la noche acurrucados en el interior de su tienda, agarrados a los postes para impedir que el viento los rompiera. La temperatura es de 40 °C bajo cero, con ráfagas de viento de 95 kilómetros por hora. Se han puesto toda la ropa que tienen: capas de tela polar, ropa interior, guantes dentro de los mitones, capuchas y pasamontañas. La piel expuesta se quema rápidamente. Se han envuelto como capullos en sus gruesas bolsas de dormir, pero aun así siguen temblando sin control, arrastran las palabras al hablar y su cuerpo se sacude. En medio de esta escena de desgracia, entienden y aceptan la situación. Después de todo, son polacos y esta es una ocupación típicamente polaca: montañistas de altura invernales.
Zaluski, de 47 años, y Jawien, de 30, son alpinistas veteranos del Himalaya. Llevan 35 días en la montaña. Grandes patrocinadores han pagado mucho dinero por verlos triunfar. Varios sitios en la red informan sus progresos. Polonia observa. Sus camaradas observan. Pero también lo hacen la esposa de Zaluski y sus dos hijas adolescentes en Varsovia, al igual que la esposa de Jawien, en Tychy, que acuna a su hija de ocho meses de edad.
Si bajan, saben que no tendrán la fuerza para volver a subir. Si bajan, quizá ningún otro miembro del equipo tenga la determinación de subir hasta esta altura. Podría ser el fin de la expedición. Pero seguir subiendo es imposible. Seguir subiendo es una sentencia de muerte. Incluso si bajan, quizá no sobrevivan. Toman una decisión.
Vestidos con trajes rojos de astronauta, salen arrastrándose de la ondeante tienda hacia el torbellino. Cegados por la nieve que golpea sus goggles como balas, tirados de rodillas por el viento, alcanzan una cuerda que está dando latigazos en el aire, y empiezan el descenso.
NANGA PARBAT, la “montaña desnuda”, es uno de los premios más codiciados por los montañistas invernales polacos. Cuatro equipos anteriores de Polonia han intentado escalarla, y todos han fracasado.
Separado del resto del Karakoram por el río Indo, Nanga Parbat es una pirámide aislada en el extremo occidental del Himalaya. Fue la primera cumbre de 8 000 metros que intentó escalar, en 1895, el inglés A. F. Mummery y, como si quisiera advertir al mundo, la montaña mató en breve a Mummery y a sus dos cargadores de altura. Veintiocho personas más murieron en cuatro infructuosas expediciones antes de que el austriaco Hermann Buhl lograra alcanzar la cima en 1953.
Los montañistas polacos habrían dado lo que fuera, incluso probablemente sus extremidades y hasta sus vidas, por haber participado en el primer ascenso de Nanga Parbat. Después de la Primera Guerra Mundial, Polonia se estaba recuperando de la pérdida de más de un millón de personas. Durante los cuarenta, gran parte de la Segunda Guerra Mundial se peleó en suelo polaco, de modo que pereció una quinta parte de su población (casi seis millones de personas, la mitad de ellas, judíos). Cuando comenzó la Guerra Fría, los intelectuales, activistas y cualquier otro que tuviera una opinión distinta fueron reprimidos por la opresión soviética. No fue sino hasta el surgimiento de Lech Walesa y el sindicato de Solidaridad de los astilleros Lenin, de Gdansk en 1981, cuando empezaron a aparecer grietas en la pétrea estructura del comunismo.
Este periodo prolongado de sufrimiento dejó huella en el alma de la nación, y sólo constituyó el último capítulo de una historia de pesares. Como pueblo, los polacos habían aprendido desde hacía mucho tiempo a resistir circunstancias terribles y a reconocer que los héroes que luchan y pierden también son héroes. Por lo menos cinco veces durante el pasado milenio, los conquistadores habían borrado el país del mapa de Europa, intentando destruir su memoria. Sin embargo, de alguna manera, la identidad polaca había sobrevivido.
El mismo ánimo desvalido guió a los montañistas polacos que, en el transcurso de la época comunista, tuvieron prohibido participar en expediciones a las cordilleras del Himalaya y de Karakoram, perdiéndose así los primeros ascensos a todas las cumbres altas, desde el monte Everest y Nanga Parbat, en 1953, hasta Xixabangma Feng (Shisha Pangma), de 8 012 metros en China, en 1964. En su lugar, concentraron su frustración en las cimas de su propio territorio, las pequeñas montañas Tatras.
El monte Rysy, la cumbre más alta de Polonia, apenas alcanza los 2 500 metros de altura. Las Tatras no tienen glaciares o nieve durante todo el año. Pero el montañismo invernal, que implica más dolor y sufrimiento que el alpinismo de verano –hipotermia, quemaduras por frío, avalanchas–, se convirtió en una obsesión para los polacos.
Uno de los primeros practicantes del montañismo invernal polaco fue un geofísico alto y de nariz pronunciada llamado Andrzej Zawada. En 1959, completó el primer encadenamiento de las Tatras, subiendo más de un centenar de cumbres y peñas en 19 días nevados de ascenso continuo. Apuesto y carismático, se convirtió en el impulsor del montañismo invernal más visible y visionario de Polonia. “Dime lo que has hecho en Kazalnica en invierno y te diré cuánto vales”, acostumbraba decir a otros alpinistas.
En 1973, cuando la Cortina de Hierro empezaba a agrietarse, se le permitió a Zawada visitar Afganistán, donde llevó a cabo el primer ascenso invernal a una cumbre de 7 000 metros, alcanzando la cima de 7 492 metros del Noshaq. El siguiente invierno, Zawada escaló arriba de los 8 000 metros en Lhotse con Zygmunt Heinrich, convirtiéndose así en el primero en alcanzar la “zona de muerte” en invierno. Hacia finales de los setenta, Zawada se atrevió a sugerir que incluso el Everest podía escalarse en invierno.
Zawada convenció al gobierno de Nepal para que le expidieran un permiso para intentar subir al Everest en el invierno de 1979. Fue el primer permiso invernal otorgado y creó de facto una nueva temporada oficial de montañismo en el Himalaya. Muchos alpinistas todavía pensaban que el montañismo de altura en invierno era suicida. Pero Zawada sabía algo que ellos no: los polacos se habían entrenado para eso durante dos generaciones. Por carácter, deseo y experiencia, los escaladores polacos estaban acostumbrados al frío, al viento, a la oscuridad y al peligro. El 17 de febrero de 1980, Leszek Cichy y Krzysztof Wielicki llegaron a la cumbre del Everest, el primer ascenso invernal de un ochomil.
12 DE DICIEMBRE DE 2006. Wielicki regresa al Himalaya, encabezando el asalto a Nanga Parbat. Alpinistas y cargadores suben equipo desde el Campamento Base, establecido en nieve profunda junto a un arroyo helado. Wielicki está sorbiendo un humeante tazón de callos, cuando el radio suena. Levanta el receptor y responde.
Hubo un accidente, una avalancha. Hassan Sadpara, un experimentado cargador de alta montaña, resultó herido. Wielicki mueve la cabeza con seriedad. Ha visto morir a mucha gente en las montañas; y ha perdido a una docena de amigos. Pregunta con calma qué tan mal está y se ve visiblemente aliviado cuando oye que sólo se lastimó el hombro. Wielicki les indica a sus compañeros que bajen a Sadpara al Campamento Base tan rápido como sea posible.
Veterano de 37 expediciones a Asia, Wielicki fue la quinta persona en alcanzar las cimas de los 14 ochomiles. Además del Everest, realizó los primeros ascensos invernales de Kanchenjunga y Lhotse. Wielicki es uno de los montañistas del Himalaya más exitosos del mundo.
Reunió un equipo sin par de nueve alpinistas para esta expedición (“Estoy buscando a los luchadores”, dijo). Están la vieja guardia –Wielicki (57 años), Krzysztof Tarasewicz (55), Jan Szulc (50), Jacek Berbeka (47), Dariusz Zaluski y Artur Hajzer (44)– y la artillería joven –Jacek Jawien, Robert Szymczak (29) y Przemyslaw Lozinski (35). Wielicki dice que está tratando de “contagiar” a la nueva generación de alpinistas polacos con el “gozo por el sufrimiento positivo, porque si algo resulta fácil, no lo disfrutas realmente”.
Los polacos están intentando subir el flanco izquierdo de la cara Rupal por la ruta Schell de 1976, que asciende por una cresta dentada con fieros gendarmes pétreos separados por empinadas secciones de hielo. Su plan requiere cuatro campamentos, quizá un vivac antes de intentar llegar a la cima, y unos tres kilómetros de cuerda fija. Pero sólo después de cinco días en la montaña, ya hay problemas.
El día que llegaron, cayeron 30 centímetros de nieve y desde entonces se la han pasado sorteando avalanchas. “El invierno suele ser una época segura para escalar –dice Wielicki–. Pero los Karakoram son diferentes al Himalaya. Más fríos, más ventosos y más húmedos”. También se han dado cuenta de que su Campamento Base, a los pies de la inmensa cara Rupal, está demasiado abajo –a apenas 3 535 metros– lo que significa que el equipo se enfrenta a un ascenso de unos 4 500 metros para llegar a la cima, una distancia casi imposible en verano, no digamos en invierno.
Pese a estas dificultades, la expedición se mueve rápidamente durante los primeros 10 días. Esquivando avalanchas, el 11 de diciembre instalan su Campamento Base de Avanzada a 4 519 metros, protegido bajo una saliente rocosa. El 12 de diciembre establecen el Campamento 1 en una cresta a 5 070 metros. El clima está fresco, 25 °C bajo cero por la noche, “pero para los polacos, es bastante controlable”, dice Jawien. Los ánimos están altos, se siente la energía en el aire gélido. No importan las avalanchas, el frío ni el largo ascenso, la antigua audacia polaca está de regreso.
LOS OCHENTA llegaron a ser, a fin de cuentas, años dorados para los alpinistas polacos. Tras su primer ascenso invernal al Everest en 1980, los escaladores polacos se convirtieron en héroes nacionales. Zawada recibió incluso una carta del papa Juan Pablo II, el primero y el único papa polaco hasta ahora. La industria estatal les pagó generosamente a los mejores montañistas invernales para pintar las chimeneas de sus fábricas contaminantes. Tanto los alpinistas como sus clubes fueron subsidiados como atletas profesionales, al igual que otros atletas del bloque oriental de esa época. Y actuaban como profesionales. “En ese entonces teníamos hambre, hambre de escribir nuestra propia historia”, dijo Wielicki. Para lograrlo, tenían que hacer algo que nadie más hubiera hecho nunca. “Nadie había escalado el Himalaya en invierno –dijo–. Pero los polacos conocen el frío. El frío nos vuelve más creativos. Un ascenso invernal al Everest en 1980 fue el comienzo, el primer capítulo”.
En el invierno de 1986, Wielicki y Jerzy Kukuczka escalaron el Kanchenjunga (8 598 metros). Este último es un alpinista serio, considerado con frecuencia el más grande montañista de altura de todos los tiempos. Descrito como un “rinoceronte psicológico”, inigualado en su capacidad de sufrimiento, Kukuczka fue el segundo en escalar los 14 ochomiles, pero subió 10 de ellos por rutas nuevas y cuatro en invierno. En febrero de 1987, Kukuczka y Artur Hajzer conquistaron la cima de la cadena Annapurna (8 078 metros) y Wielicki subió solo el Lhotse el 31 de diciembre de 1988.
En sólo ocho años, los polacos habían conquistado siete primeros ascensos invernales de ochomiles. Fueron llamados los Guerreros del Hielo, una nueva raza de montañistas extremos. “Entonces, repentinamente en 1989, todo se derrumbó –dijo Artur Hajzer, uno de los Guerreros del Hielo ahora barbicano–. Oigan, yo fui uno de los que salieron a marchar en las calles. Yo luché por la caída del comunismo, pero cuando llegó el fin, también se terminó nuestra forma de vida”.
Lo que resultó más irónico de lo que parecía, reveló Hajzer. Pintar las chimeneas subsidió las expediciones polacas en los ochenta, pero el dinero no era suficiente para mantener también a las familias de los escaladores. Así que los mejores montañistas polacos se convirtieron en expertos contrabandistas. Compraban productos polacos baratos –chaquetas con forro de pluma, tiendas de acampar, colchones, zapatos–, contrataban camiones o incluso aviones para transportarlos a Nepal, donde vendían la mercancía en el mercado negro durante las expediciones. “En los ochenta, el ingreso promedio en Polonia era de 10 o 15 dólares al mes –dijo Hajzer–. Al contrabandear productos polacos a Nepal, ganábamos miles. Los escaladores y los clubes de montañismo tenían un ingreso enorme. ¡Todos querían ser montañistas!”.
Cuando finalmente se desintegró el Estado comunista, lo mismo pasó con toda la brillante vida que los alpinistas polacos habían imaginado. “Si no hay dinero, no hay posibilidades”, dijo Hajzer. Ni expediciones al Himalaya. No se volvió a escalar ningún ochomil en invierno durante 17 años (hasta el ascenso invernal del Xixabangma en 2005, encabezado por Jan Szulc). Y ningún equipo de alpinistas de otra nación o multinacional se ofreció a llenar ese vacío. Los ascensos invernales al Himalaya eran asunto de polacos.
Tomó más de una década para que Polonia nivelara su economía. Para entonces, los caballeros de la mesa redonda polaca eran abuelos. Hajzer había fundado una empresa de equipo para montañismo. Wielicki había iniciado un negocio de importaciones. Los jóvenes escaladores polacos podían escalar donde quisieran. Podían ir a España o a Grecia y escalar bajo el Sol. Sin embargo, todos los ochomiles de Pakistán –K2, Broad Peak, Nanga Parbat, Gasherbrum I y II– y Makalu en la frontera entre China y Nepal todavía esperaban un ascenso invernal.
En 2002, Krzysztof Wielicki entregó un Manifiesto de Invierno a la Asociación Alpina Polaca. Era un llamado a la acción. La mitad de los ochomiles había sido escalada por polacos. Faltaba la otra mitad. Había llegado la hora de que una nueva generación la terminara. “Pueden contar con mi generación, con nuestra ayuda y experiencia, incluso con nuestra participación activa. ¡La decisión es suya!”.
18 DE DICIEMBRE DE 2006. Cuanto más alto se mueve el equipo en la montaña, más peligroso se vuelve. Hajzer, Jawien y Zaluski pasan tres días luchando contra el viento y el frío para fijar líneas en un largo y empinado trecho de hielo arriba del Campamento 1. Finalmente, fijaron más de 1 800 metros de cuerda, desde los 5 000 hasta los 5 800 metros. Es un esfuerzo heroico y regresan exhaustos al Campamento Base.
Wielicki y Robert Szymczak, el médico del equipo, son los siguientes en subir. Deben extender las líneas otros 300 metros e instalar el Campamento 2 a unos 6 100 metros. El día 19, arriba de las líneas fijadas, encuentran una torre rocosa en la cresta nevada, pero en vez de tomarse el tiempo para buscar una manera más fácil de rodearla, Wielicki intrépidamente tira una línea por el centro. Esto es clásico de Wielicki: escoger el camino difícil. Es peligroso escalar en roca mala.
Ocasionalmente clava pitones, pero la mayoría de las veces sólo asciende más y más arriba. La roca es tan inestable que Szymczak debe esconderse detrás de los crestones para evitar que lo maten las piedras que caen tras Wielicki.
El anochecer obliga a Wielicki y a Szymczak a instalar un vivac cerca de la cima de la torre, a sólo 5 950 metros. Están a 30 °C bajo cero. Escarban un rellano en la nieve angulada, pasan una noche miserable y descienden al siguiente día terriblemente fatigados.
El resto del equipo se desconcierta por la ruta elegida por Wielicki. A pesar de que el Campamento 2 por fin se instala a 6 100 metros en una grieta peligrosa justo arriba del “espolón de Wielicki”, este es demasiado técnico y empinado para los cargadores, que dejan caer su carga en la base y bajan corriendo la montaña. Subir tiendas, bolsas, cuerda, comida y combustible el corto trecho del espolón de Wielicki desgastó al equipo. Krzysztof Tarasewicz es alcanzado por una piedra que cae y le destroza un dedo. Se pierden casi dos semanas subiendo y bajando esta pequeña torre rocosa.
Finalmente, el 1 de enero, Hajzer, Jawien y Zaluski descubren una sencilla desviación alrededor del espolón de Wielicki. Pero ya se ha perdido tiempo, energía y entusiasmo valiosos e irrecuperables. El propio Wielicki dijo que el equipo necesitaba alcanzar la cumbre antes de mediados de enero, cuando los vientos invernales se vuelven tan feroces que es imposible continuar.
Su negra predicción empieza a cumplirse. Instalar el Campamento 3 se convierte en una lucha épica contra el viento. Se requiere otra semana y tres intentos antes de que el equipo finalmente instale el Campamento 3 a 6 750 metros, abriendo una pequeña zanja para una sola tienda en nieve tan dura como el concreto.
Al regreso, en el Campamento Base hay un zumbido en el aire: el profundo rugido del viento que viene de la cumbre. El lento progreso, el frío y la tensión demoledores han empezado a deshacer la cohesión necesaria del equipo. Los montañistas toman partido unos contra otros; hay acusaciones y murmuraciones.
En un intento por salvar la expedición, Wielicki ejecuta un plan desesperado, aun cuando el Campamento 4, el campamento de altura, no se ha establecido, y armar un vivac en la cumbre es una muerte segura. Zaluski y Jawien subirán al Campamento 3; él y Hajzer irán al 2, luego al que sigue. Szymczak y Lozinski esperarán en el Campamento Base. Quizá, de algún modo, Zaluski y Jawien puedan instalar el Campamento 4. Tal vez alguien, de alguna manera, alcance la cima.
Zaluski lo sabe muy bien. Este será su quinto viaje a la montaña. Él y Jawien son sólo esqueletos de los hombres que eran hace un mes. Caminando con dificultad como soldados cansados, salen del Campamento Base, y suben a librar una última batalla con el frío y el viento. Zaluski es totalmente consciente de la insensatez de su misión, pero aun así, va.
Tres días después, el 14 de enero, termina la quinta expedición invernal polaca a Nanga Parbat, pero no la historia del montañismo polaco.
Antes de que el equipo vuelva a casa, ya están planeando regresar al Himalaya. Hajzer y Wielicki están pensando en el Broad Peak. Jacek Berbeka quiere intentar de nuevo Nanga Parbat. Zaluski tiene esperanzas para el K2, Tarasewicz para Makalu. Jawien, Szymczak y Lozinski quieren reunirse con Hajzer en el Gasherbrum I o II. La vieja guardia está haciendo planes y soñando con la artillería joven, como en los viejos tiempos.
En esta historia de montañas y hombres, invierno y fuerza de voluntad, sufrimiento y supervivencia, ya se han escrito ocho capítulos. Sólo faltan seis, y no cabe duda de que los polacos los escribirán. ¿Quién más podría? ¿Qué pasaría si los polacos conquistaran cada uno de los ochomiles en invierno?, había declarado Wielicki en su Manifiesto de Invierno. “¿No sería maravilloso? ¿Pueden imaginárselo? Inscribamos para siempre el nombre de los Guerreros del Hielo en la historia del montañismo del Himalaya”.
Ya lo está.
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