domingo, 30 de noviembre de 2008

BIOKO UN TESORO

Bioko, un tesoro amenazado




Escrito por: Virginia Morell

El arca de la isla


En la asombrosamente diversa isla Bioko de África occidental, raros primates están siendo exterminados para abastecer un comercio creciente de “carne de bosque”. Cuando un equipo de fotógrafos y conservacionistas documentaron la diversidad de la isla en enero, descubrieron que los bosques de Bioko permanecen saludables, pero su extraordinaria vida animal quizá no sobreviva.
Bioko, un tesoro amenazado
Voz de un bosque, el mono de orejas rojas es el más abundante de las 11 especies de primates de la isla Bioko. Al menos 12 000 años de aislamiento del continente africano ayudaron a producir un ecosistema único donde la vida florece desde la copa de los árboles hasta el suelo.
Foto de Christian Ziegler

En 1551, en Augsburgo, Alemania, se exhibió un raro animal macho. Los espectadores observaron que en sus manos y pies tenía dedos de apariencia humana y un “carácter alegre”. Basados en una ilustración de la criatura, los biólogos piensan que muy probablemente se trataba de un dril (Mandrillus leucophaeus), un primate parecido al mandril. Incluso hoy, más de 450 años después, se estudia a los driles con tan poca frecuencia en su estado natural que, cuando un pequeño equipo de biólogos vio una manada en la isla Bioko de Guinea Ecuatorial, todos se quedaron boquiabiertos y luego se sentaron en el suelo de la selva tropical a observarla.

Los driles, los primates más grandes de Bioko, estaban trepando y alimentándose en una higuera en la Gran Caldera de la isla a 2000 metros de altura. Esa mañana, más temprano, los científicos habían visto manadas (de cinco a treinta individuos cada una) de monos chilladores: cercopiteco de orejas rojas, colobo negro y colobo rojo de Pennant; este último es el más amenazado de todos los primates.

Los biólogos consideran a la isla Bioko como un laboratorio viviente para estudiar cómo evolucionan las plantas y los animales en aislamiento. Se encuentra en el golfo de Guinea, a 30 kilómetros de la costa occidental de África y es una de las cuatro islas de un archipiélago. Las otras tres –Santo Tomé, Príncipe y Annobón– son de aguas profundas que se formaron hace 10 millones de años y fueron colonizadas por plantas y animales procedentes de África que llegaron por casualidad a sus playas.

Sin embargo, Bioko estuvo unida al continente africano durante cada Edad de Hielo, la más reciente hace unos 12 000 años. Como si fuera un arca exclusiva, la isla aloja un conjunto aislado de subespecies que evolucionaron separadamente de las continentales. Hay siete especies de monos, incluidos los driles; cuatro gálagos; dos antílopes pequeños; una especie de puercoespín; una de damán arbóreo; una de rata de Emin, y tres de ardillas de cola escamosa. Hay linsangs parecidos a los felinos (pero no leones ni leopardos). La lista incluyó alguna vez al búfalo enano de bosque, pero fue cazado hasta su extinción hace un siglo.

También hay orquídeas, caracoles de tierra, peces de agua dulce, anfibios, arañas e insectos, y todos evolucionaron apartados de sus parientes de tierra firme. En el interior de la isla, los bosques, las praderas y la selva tropical permanecen en su mayoría tal como eran cuando los primeros exploradores portugueses desembarcaron en el siglo XV: en gran parte inalterados y hermosos.

“Es lo más cercano a lo prístino que cualquier otro lugar que haya visto”, expresó Gail Hearn, una de las investigadoras que encabezaban la expedición a la Gran Caldera, en su decimotercer viaje a las profundidades de la selva. Hearn, de la Universidad Drexel de Pensilvania y especialista en primates, realizó su primer viaje a este lugar en 1990 con la intención de iniciar un estudio de largo plazo de los driles en la isla Bioko. En lugar de eso, “simplemente me enamoré de todo el lugar –dijo–. Le hemos hecho mucho daño a este planeta. Aquí está intacto y es increíblemente hermoso. Se siente como un lugar donde una persona podría marcar la diferencia”.

Hearn organizó el Programa de Protección de la Biodiversidad de Bioko (BBPP, por sus siglas en inglés). Cada enero, reúne a equipos de científicos y a estudiantes de Estados Unidos y de Guinea Ecuatorial para realizar extensos estudios sobre biodiversidad. Este año, un grupo patrocinado por la revista National Geographic, Conservation International y la Liga Internacional de Fotógrafos Conservacionistas se reunió con ella con el fin de realizar una expedición de evaluación visual rápida de 12 días, a fin de documentar tantos monos como fuera posible, junto con el resto de la asombrosa variedad de otras especies de Bioko, una riqueza protegida por la historia de la isla, pero ahora amenazada por la caza desenfrenada.

Los europeos querían establecer aquí su primera colonia africana. Sin embargo, los indígenas bubis, que habían llegado de África continental, se negaron a cooperar con los arribistas de piel blanca, frustrando cualquier intento de colonización europea hasta 1827. Ese año, los británicos establecieron una base en Malabo (actual capital de Guinea Ecuatorial) para combatir el comercio de esclavos de África Occidental. España, que más tarde colonizó la región continental vecina de Río Muni, finalmente tomó el control de ambas colonias. Las dos juntas, llamadas Guinea Española, se independizaron de España en 1968 y surgió la República de Guinea Ecuatorial.

Los pobladores del grupo étnico fang, provenientes de la zona continental, dominaron a los bubi y, desde que los españoles se marcharon, los separatistas bubi han tenido choques frecuentes con las fuerzas gubernamentales. Ni los fang ni los bubi locales, acostumbrados a cazar a los animales de la isla para alimentarse, comparten el aprecio de los científicos por la extraordinaria biodiversidad de Bioko. Otra obra que ha frustrado la conservación es la naciente industria petrolera en el mar. En las últimas décadas del siglo XX, se descubrieron vastos yacimientos petrolíferos y gas natural y, en la actualidad, algunas corporaciones estadounidenses extraen alrededor de 400 000 barriles diarios de petróleo y gas natural, llevando nueva riqueza a la isla. Cada vez hay más gente a la que le gusta el sabor de la carne de mono y tiene dinero para comprarla.

El experto en primates Tom Butynski, conservacionista veterano de la expedición, fue a Bioko por primera vez en 1986 tras un informe de la Unión Mundial para la Conservación de la Naturaleza que identificaba a la isla como un lugar importante para estudiar a los monos. Entonces, ningún biólogo la había visitado durante más de dos décadas y Butynski esperaba encontrar a los monos cazados hasta casi la extinción.

En cambio, los encontró florecientes. Resulta que, a fin de prevenir los levantamientos de los bubi, de 1974 a 1986 el gobierno fang había confiscado las escopetas de los isleños, lo que había dado un respiro a los primates. Además, grandes extensiones de las tierras bajas de la selva tropical, que los españoles habían desmontado para establecer plantaciones de cacao, habían vuelto al estado selvático una vez que estas fueron abandonadas. Los monos se habían apresurado a recolonizar la selva.

“Vimos unas dos manadas a un kilómetro en la sección de estudio de la Gran Caldera –dijo Butynski–. Había abundantes monos y no tenían miedo. Recuerdo haber pensado qué ingenuos eran. Pudimos realizar buenos acercamientos”.

Pero también había señales que preocupaban. Durante la misma investigación de 10 semanas, Butynski vio a 14 cazadores fang con escopetas y varios juegos de trampas para duiqueros, monos y pequeños mamíferos. Aproximadamente por la misma época, en Malabo aumentaron las ventas de “carne de bosque”. En gran parte de África Occidental, la “carne de bosque”, es decir, la carne de animales silvestres del bosque, en particular monos, es muy estimada como manjar, aun cuando es mucho más costosa que el pollo en los mercados locales.

La matanza constante de monos ha cobrado muchas víctimas. Por la época en que se llevó a cabo la investigación de este año de BBPP, los cazadores habían acabado con muchos de los monos del extremo norte de la isla de 2000 kilómetros cuadrados, incluidos los de un parque nacional. También habían empezado a matar a los monos de la Gran Caldera y de la Reserva Científica de la Región Montañosa del Sur, en el extremo meridional de la isla, donde los aldeanos, ayudados por BBPP, monitorean el número de monos.

Durante la década pasada, el personal del BBPP ha registrado el número de monos en los mercados de carne y la cuenta superó los 20 000 a finales de marzo de 2008. Decenas de miles de otros animales también acabaron allí. Es evidente que las siete especies de monos están en peligro de extinción y que los habitantes de Guinea Ecuatorial bien podrían destruir la legendaria biodiversidad de la isla.

Documentar la carnicería ha surtido un poco de efecto. En octubre de 2007, BBPP convenció al presidente de Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang Nguema Mbasogo, para emitir una prohibición para la caza, venta y consumo de carne de primate. Tenía ya dos meses de vigencia cuando llegó el equipo de BBPP en enero. ¿Cómo les había ido a los monos? ¿Cómo reaccionarían frente a los humanos que querían contarlos en vez de matarlos? No pasaría mucho tiempo para que los biólogos lo averiguaran.

Era el atardecer, momento en el que los monos parlotean mientras se preparan para la noche, pero el bosque de la Caldera estaba extrañamente silencioso. Butynski había esperado un coro especialmente animado, porque las siete especies de monos viven en la Caldera. Pero había poco que oír, salvo el zumbido vibrante de insectos y ranas. Butynski siguió caminando, deteniéndose cada 15 metros más o menos a mirar y escuchar. “Bueno –dijo al fin, evidentemente desconcertado–, tal vez los monos se fueron a otra parte de la selva para pasar la noche”.

En cuanto terminó de hablar, dos bombas de pelo del tamaño de un perro grande pasaron precipitadamente por arriba. Saltaron a la frondosa copa de un árbol cercano y luego se zambulleron en otro, como si brincaran de una poza verde a la siguiente. Finalmente, sin haber emitido un solo grito, desaparecieron en el borde del desfiladero de un río y en el crepúsculo de la selva.

Butynski, que ha llevado a cabo docenas de estudios de primates por toda África, sacó su cuaderno de notas para registrar el avistamiento. “Es una sorpresa: dos driles –comentó–. Deben haber estado durmiendo en los árboles cuando oyeron mi voz”. A la mañana siguiente, se encaminó otra vez a la Caldera. En el instante en que vio una manada de monos de orejas rojas, empezaron a gritar “jac” y a producir chirridos, abriendo mucho los ojos con terror. Las madres estrecharon a sus bebés contra sus pechos; las ramas saltaron y hubo brazos que subían y bajaban mientras los monos huían corriendo.

Todo lo que los científicos podían esperar era este tipo de visiones fugaces. En los primeros tres días de la investigación, cuando el equipo subió los 600 metros desde la costa sur hasta la Caldera, todos los monos dieron gritos de alarma antes de desaparecer en uno de los escarpados desfiladeros del río.

No obstante, al cuarto día los monos se mostraron menos temerosos. Después de subir y bajar pendientes y senderos fangosos cubiertos de piedras ásperas de lava, el equipo llegó al extremo norte de la Caldera, su santuario interior.

Pese al incremento en la caza, la bóveda boscosa en esta parte distante del cráter estaba prácticamente repleta de monos. En sus refugios frondosos, una docena de monos de orejas rojas saltaron alarmados, arrastrando sus largas colas color cobre a lo largo de las ramas y emitiendo sus gritos nasales de advertencia. Diez metros más adelante, un grupo más pequeño de colobos negros, con aspecto de gnomos, interrumpió su desayuno de hojas para salir huyendo. Un poco más allá, un solo mono de Preuss color carbón saltó de un arbusto bajo donde había estado comiendo a una caoba alta y luego saltó a un árbol vecino, con la oscura cola curvada como un báculo de pastor sobre su espalda. A la distancia, manadas de colobos rojos graznaban y monos coronados lanzaban sus bramidos guturales.

Pero era a los driles –aunque estuvieran asustados– a los que más queríamos.

Finalmente, vimos una pequeña manada de driles comiendo en un árbol debajo de nosotros, en la orilla opuesta de un río. La distancia y el bullicio del agua apagaron los sonidos y los olores de nuestro pequeño grupo de humanos y los driles siguieron ocupándose de sus asuntos, como si nosotros no estuviéramos ahí. Fue entonces cuando nos sentamos a observar.

Todos tenían pelaje espeso de color café grisáceo y todos, excepto uno, eran hembras adultas o adolescentes. El único adulto macho era casi dos veces más grande que los demás. Era al mismo tiempo musculoso y regordete, su vientre de Buda contrastaba con su afilada cara negra de obsidiana. Los ángulos de sus mejillas, cejas y nariz estaban tan esculpidos que parecía que llevaba una máscara. Alrededor de su cara, tenía pelaje blanco erizado; su trasero resplandecía de color rojo, azul y morado. Cuando se movía, los demás driles se apartaban de su camino. Por fin, cuando se hartaron de comer, la manada descendió del árbol y desapareció en la selva oscura.

Por casi 30 minutos, el biólogo había podido observar monos que no temían a los humanos. “Nadie ha estudiado la ecología y la conducta de estos animales en su estado natural –afirmó–. Pero ahora se puede: alguien podría lograr que una manada de driles se acostumbrara a los humanos y empezar un estudio de largo plazo”.

A pesar del número de monos muertos que el personal de BBPP había contado en el mercado de Malabo, el estudio de la Caldera norte reveló una población de primates considerable y saludable. “Ciertamente, ya no son ingenuos ni tan abundantes como en 1986, pero todavía hay una cantidad relativamente buena de ellos”, dijo Butynski. Sus cálculos sugieren que la selva de la Caldera abriga a poco más de una manada de monos por kilómetro. “Es una tasa mucho menor que la registrada en 1986”, observó. Ese año había casi el doble de monos. Sin embargo, Butynski se mantiene optimista. “La selva todavía está intacta, incluso en lugares donde ahora no hay monos”, comentó.

Un hábitat virgen es vital para los monos de Bioko. La mayoría de las especies se extinguen debido a una de dos razones: el exceso de caza o la pérdida del hábitat. Es más fácil controlar el primer problema, dijo Butynski, que rectificar el segundo. “Bioko no es como otras partes de África oriental, donde la gente ha talado los bosques de las cimas de las montañas para la agricultura. Sin embargo, la gente de África oriental rara vez caza monos”.

“Soy un optimista”, continuó, tomando asiento en una pendiente que mira hacia el escarpado borde y los bosques cubiertos de enredaderas de la Caldera. Los vientos y tormentas del reciente monzón habían dejado partes aplanadas como una ensalada marchita. Arriba del estropeado follaje, crecen al azar árboles café rojizos de caoba africana, con sus troncos altos y rectos, sus ramas combadas por el peso de orquídeas y helechos. “Sólo miren esas caobas. En cualquier otra parte, habrían sido talados hace mucho. Este lugar es demasiado remoto y difícil para que tengan acceso a él grandes cantidades de cazadores. Es lo que mantiene a los monos relativamente a salvo”.

Hearn, quien llegó a la Caldera unos cuantos días después, no está tan segura. “Solíamos pensar que los monos estaban a salvo aquí, que los cazadores no viajarían a un lugar tan remoto. Pero no es así”.

“Saben que es una zona protegida, pero la ley no se aplica, así que entran sin problema y matan monos y antílopes –apuntó–. En el mercado de Malabo incluso te dicen descaradamente ‘es un mono de la Gran Caldera’”.

Durante los primeros dos meses después de que se anunciara la prohibición sobre la carne de primate, los cadáveres de mono desaparecieron del mercado. Todavía se podían comprar todos los antílopes, pangolines, pitones, ratas de Emin y puercoespines necesarios para hacer un guiso extravagante, pero no monos.

Parte del edicto presidencial explica que la carne de mono es peligrosa, porque “los primates son portadores de epidemias y otras patologías” que pueden infectar a las personas (de hecho, algunos epidemiólogos han encontrado virus simiescos de inmunodeficiencia en especies de primates de África occidental y central, entre ellos, se han identificado los precursores del VIH-1 y del VIH-2). Hearn cree que el riesgo de salud quizá desalentó el comercio. “Nadie le servirá a su familia carne que los pueda enfermar”, dijo.

De regreso en Malabo, Felix Elori, un ex cazador de monos ahora empleado en la industria petrolera, no concuerda. “La carne de mono es algo que hemos comido desde que éramos jóvenes; tiene buen sabor y no es mala para uno –comentó–. Jamás nos ha hecho daño”.

No obstante, Elori no come mono. Dos hembras de dril que mató habían tenido bebés. Él los alimentó y los crió; ahora su hermana los tiene en una jaula. “Ya no puedo comer carne de mono. Parecen personas y, de cualquier manera, es más económico comer pollo”.

Elori piensa que la enorme multa –de hasta 1000 dólares– es la mejor razón para renunciar a cazar monos. Pero tras la tregua de dos meses, el comercio de carne de mono podría reanudarse. El día después de que Hearn y Butynski regresaron con la expedición a Malabo, se pusieron a la venta un dril y dos colobos rojos. Probablemente los mataron cerca de la Caldera.

Hearn puso cara larga cuando escuchó las noticias. “Parece que la sola prohibición no es suficiente. Es necesario que se aplique la ley y que haya patrullas forestales armadas –añadió–. Al menos han dado el primer paso”.

Si la cacería se logra detener definitivamente, los monos podrían regresar a todos los bosques de Bioko. La población de la Caldera serviría como punto de origen, dice Butynski, y los científicos, los estudiantes y la gente de Bioko tendrán la rara oportunidad de ver cómo ocurre un experimento natural: monos que recuperan su antiguo hábitat.

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