Mentes autónomas
Los animales son más inteligentes de lo que usted cree.
En 1977, Irene Pepperberg, recién graduada de la Universidad de Harvard, hizo algo muy atrevido. En una época en que los animales eran considerados autómatas, se propuso hablarle a una criatura para averiguar lo que había en su mente. Llevó a su laboratorio un loro gris africano de un año, al que llamó Alex, para enseñarle a reproducir los sonidos de la lengua inglesa. “Creí que, si aprendía a comunicarse, podría hacerle preguntas acerca de su manera de ver el mundo”.
Cuando Pepperberg empezó a enseñarle a hablar a Alex –que murió el pasado septiembre, a los 31 años de edad–, muchos científicos creían que los animales eran incapaces de tener algún pensamiento. Suponían que eran simplemente robots programados para reaccionar a estímulos, pero que carecían de la capacidad para pensar o sentir. Cualquier propietario de una mascota estaría en desacuerdo. Vemos el amor en los ojos de nuestros perros y sabemos que, por supuesto, tienen pensamientos y emociones. Sin embargo, esas afirmaciones aún son muy controvertidas. Es demasiado fácil proyectar los pensamientos y sentimientos humanos hacia otra criatura. ¿De qué manera, entonces, un científico comprueba que un animal es capaz de pensar, de adquirir información acerca del mundo y de actuar en consecuencia?
Ciertas habilidades se consideran indicadores importantes de la inteligencia avanzada: buena memoria, comprensión de la gramática y los símbolos, conciencia de sí mismo, entendimiento de los motivos de los otros, imitación de los demás y creatividad. Poco a poco, en ingeniosos experimentos, los investigadores han documentado estos indicadores en otras especies, deconstruyendo gradualmente lo que creíamos que hace distintos a los seres humanos y, al mismo tiempo, dejando entrever el lugar de donde provinieron nuestras propias habilidades. Las urracas de los matorrales saben que otras urracas son ladronas, y que la comida oculta se puede echar a perder; las ovejas pueden reconocer caras; los chimpancés usan diversas herramientas para hurgar en los montículos de termitas e, incluso, usan armas para cazar pequeños mamíferos; los delfines pueden imitar las posturas humanas; el pez arquero, que aturde a los insectos con un chorro repentino de agua, puede aprender a dirigir el chisguete simplemente con ver a un pez experimentado hacerlo, y Alex, el loro, resultó ser un conversador sorprendentemente bueno.
Treinta años después del inicio de los estudios de Alex, Pepperberg y un grupo cambiante de asistentes aún le daban lecciones de inglés. La investigadora lo compró en una tienda de mascotas, en Chicago. Permitió que el ayudante de la tienda lo escogiera, porque no quería que otros científicos dijeran que ella, de manera deliberada, había elegido a un ave especialmente inteligente para su trabajo. Dado que el cerebro de Alex era del tamaño de una nuez sin cáscara, la mayoría de los investigadores creyó que el estudio de comunicación entre especies de Pepperberg sería inútil. “Hubo incluso quienes me llamaron loca por intentarlo –dijo–. Los científicos creían que los chimpancés eran mejores sujetos de estudio, aunque, por supuesto, ellos no pueden hablar”.
Pepperberg fue hacia la parte trasera del cuarto, donde Alex se posó encima de su jaula arreglándose con el pico las plumas de color gris nacarado. Dejó de hacerlo y abrió el pico cuando ella se aproximó.
“Querer uva”, dijo Alex.
“Todavía no ha desayunado –explicó Pepperberg– de modo que está un poco irritable”.
Bajo la paciente tutela de Pepperberg, Alex aprendió a usar su tracto vocal para imitar casi 100 palabras en inglés, incluyendo los sonidos para todos estos alimentos, aunque él llamaba a una manzana una “platan-eza”.*
“Las manzanas le saben un poco a plátano, y se parecen un poco a las cerezas, de modo que Alex acuñó esa palabra para nombrarlas”, dijo Pepperberg. Alex podía contar hasta el seis y estaba aprendiendo los sonidos para el siete y el ocho.
“Estoy segura de que ya sabe ambos números –dijo Pepperberg–. Probablemente podrá contar hasta el 10, pero aún está aprendiendo a decir las palabras”.
Alex volvió a componerse las plumas. De vez en cuando, se inclinaba hacia delante y abría su pico: “Sssie… tto”. “Muy bien, Alex –dijo Pepperberg–. Siete. El número es siete”.
“¡Sssie… tto!”. “¡Sssie… tto!”.
“Está practicando –explicó ella–. Es así como aprende. Está pensando en cómo decir esa palabra, cómo usar su tracto vocal para emitir el sonido correcto”.
La idea de que un ave tomara lecciones para practicar, y que lo hiciera voluntariamente sonaba un poco loca pero, después de escuchar y observar a Alex, fue difícil disentir de la explicación de Pepperberg sobre sus conductas. Ella no lo premiaba con bocadillos por el trabajo repetitivo ni lo castigaba para lograr que emitiera los sonidos.
“Tiene que oír las palabras una y otra vez antes de que pueda imitarlas correctamente –dijo Pepperberg, luego de pronunciar “siete” para Alex al menos 12 veces seguidas–. No estoy tratando de ver si Alex puede aprender un idioma humano. Ese nunca ha sido el objetivo. Siempre he tenido el propósito de usar sus habilidades de imitación para obtener un mejor entendimiento de la cognición aviaria”.
En otras palabras, dado que Alex podía producir una aproximación cercana de los sonidos de algunas palabras en inglés, Pepperberg podía hacerle preguntas acerca del entendimiento básico del mundo por un ave. No podía preguntarle qué estaba pensando, pero sí sobre su conocimiento de números, formas y colores. Para demostrarlo, Pepperberg llevó a Alex a una percha alta de madera en medio del cuarto. Después tomó una llave y una pequeña taza de color verde. Sostuvo ambos artículos ante los ojos de Alex.
“¿Qué es igual?”, preguntó ella.
Sin titubear, el pico de Alex se abrió: “Co-lor”.
“¿Qué es diferente?”, preguntó Pepperberg.
“Forma”, dijo Alex. Dado que los loros carecen de labios, las palabras parecían provenir del aire, como si un ventrílocuo hablara. Con todo, las palabras –y lo que sólo pueden llamarse los pensamientos– eran suyos por completo.
Durante los 20 minutos siguientes, Alex superó sus pruebas, distinguiendo colores, formas, tamaños y materiales. Resolvió algunas operaciones aritméticas simples, como contar los cubos de juguetes amarillos entre una pila de cubos de varios colores. Y entonces, como para ofrecer una prueba final de la mente dentro de su cerebro de ave, Alex se manifestó. “¡Habla con claridad!”, ordenó cuando una de las aves más jóvenes a las cuales Pepperberg también les estaba enseñando pronunció mal la palabra “verde”. “¡Habla con claridad!”. “No te portes como un sabelotodo”, lo reprendió Pepperberg sacudiendo su cabeza frente a él. “Él sabe todo esto y se aburre, de modo que interrumpe a los otros o da la respuesta errónea con el único propósito de ser obstinado. En esta etapa, es como un hijo adolescente; es temperamental, y nunca estoy segura de lo que hará”.
Muchas de las habilidades cognitivas de Alex, como su capacidad para entender los conceptos de igual y diferente, en general sólo se atribuyen a mamíferos más avanzados desde el punto de vista evolutivo, en particular a los primates. Aun así, los loros, al igual que los grandes monos (y los seres humanos), viven largo tiempo e interactúan en sociedades complejas y, del mismo modo que los primates, estas aves deben hacer un seguimiento de la dinámica de relaciones y ambientes cambiantes.
“Necesitan ser capaces de distinguir los colores para saber cuándo una fruta está madura o no –señaló Pepperberg–. Necesitan clasificar las cosas, lo que es comestible, lo que no, y conocer las formas de los depredadores. Además, ayuda tener un concepto de los números si el ave necesita vigilar a su bandada, y saber quién está solo y quién ya tiene pareja. Un ave longeva no puede hacer todo esto por instinto; debe haber cognición involucrada”.
Ser mentalmente capaz de dividir el mundo en categorías abstractas simples parecería una habilidad valiosa para muchos organismos. ¿Es entonces esa habilidad parte del impulso evolutivo que dio por resultado la inteligencia humana?
Charles Darwin, quien intentó explicar cómo se desarrolló la inteligencia humana, extendió su teoría de la evolución al cerebro humano: al igual que el resto de nuestras funciones, la inteligencia debe haber evolucionado desde organismos más simples, puesto que todos los animales enfrentan los mismos desafíos generales de la vida. Necesitan encontrar pareja, alimento y un camino por los bosques, el mar o el cielo, tareas que –argumentó Darwin– requieren habilidades de resolución de problemas y de clasificación.
El enfoque darwiniano sobre la inteligencia animal se desechó a principios del siglo xx, cuando los investigadores determinaron que la información registrada al observar a los animales en su hábitat natural eran simplemente “anécdotas”, por lo general contaminadas por el antropomorfismo.
En un esfuerzo por ser más rigurosos, muchos abrazaron el conductismo, que consideraba a los animales criaturas sólo un poco más avanzadas que las máquinas, y enfocaron sus estudios en la rata blanca de laboratorio –porque una “máquina” se comportaría como cualquier otra–. No obstante, si los animales son simplemente máquinas, ¿cómo se puede explicar la aparición de la inteligencia humana? Sin la perspectiva evolutiva de Darwin, las habilidades cognitivas mayores de las personas no tendrían sentido desde el punto de vista biológico.
Lentamente, el péndulo se ha alejado del modelo de animales-máquina y lentamente ha regresado hacia Darwin. Toda una gama de estudios en animales ahora sugiere que los orígenes de la cognición son profundos, difundidos y muy adaptables.
La facilidad con la cual pueden evolucionar nuevas habilidades mentales quizá se ilustra mejor con los perros. Casi todos los propietarios les hablan a sus perros y esperan que los entiendan.
Sin embargo, la capacidad canina para entender no se apreció por completo sino hasta que en 2001 un collie de la frontera llamado RicoRico sabía los nombres de alrededor de 200 juguetes, y aprendía con facilidad los de nuevos juguetes.
Algunos investigadores del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, en Leipzig, escucharon acerca de Rico e hicieron arreglos para reunirse con él y sus propietarios. Ese encuentro llevó a un informe científico que reveló la extraordinaria capacidad de lenguaje de Rico: podía aprender y recordar palabras con tanta rapidez como un niño que empieza a andar. Otros científicos habían demostrado que los niños de dos años de edad –que aprenden alrededor de 10 palabras nuevas al día– tienen un grupo innato de principios que guían esta tarea. La capacidad se observa como uno de los bloques de construcción clave en la adquisición del lenguaje.
Los científicos del Instituto Max Planck sospechan que los mismos principios guían el aprendizaje de palabras de Rico y que la técnica que usa para aprenderlas es idéntica a la que emplean los seres humanos.
Para encontrar otros ejemplos, los científicos leyeron cientos de cartas de personas que afirmaban que sus perros tenían el talento de Rico. En realidad, sólo dos –ambos collies de la frontera– exhibieron habilidades comparables. Uno de ellos –los investigadores la llaman Betsy– tiene un vocabulario de más de 300 palabras. apareció en un programa de juegos de la televisión alemana.
“Incluso nuestros parientes más cercanos, los grandes monos, no pueden hacer lo mismo que Betsy: escuchar una palabra sólo una o dos veces, y saber que el patrón acústico significa algo”, dijo Juliane Kaminski, una psicóloga cognitiva que trabajó con Rico y ahora estudia a Betsy. Ella y su colega, Sebastian Tempelmann, habían ido a la casa de Betsy en Viena para aplicarle una nueva serie de pruebas.
“La comprensión de formas de comunicación humanas por parte de los perros es algo nuevo que ha evolucionado –dijo Kaminski–, algo que se desarrolló en ellos debido a su larga relación con los seres humanos”. Los científicos creen que los perros fueron domesticados hace unos 15 000 años, un tiempo relativamente breve para la evolución de habilidades de lenguaje. Pero, ¿qué tan similares son estas habilidades a las de los seres humanos? Para el pensamiento abstracto, los seres humanos emplean símbolos y dejan que una cosa represente otra. Kaminski y Tempelmann efectuaron algunas pruebas para determinar si los perros también tienen la capacidad de hacerlo. La propietaria de Betsy –cuyo seudónimo es Schaefer– llamó a su mascota, quien obedientemente se echó a sus pies, con los ojos fijos en su rostro. Siempre que Schaefer le hablaba, Betsy inclinaba la cabeza de un lado hacia el otro con atención. Kaminski dio a Schaefer una serie de fotografías a color y le pidió que eligiera una. Cada imagen describía un juguete para perro contra un fondo blanco, juguetes que Betsy nunca antes había visto. No eran juguetes reales, sino sólo fotos de ellos. ¿Podría Betsy asociar una imagen bidimensional con un objeto tridimensional?
Schaefer tomó una fotografía de un frisbee de colores e instó a Betsy a encontrarlo. Betsy estudió la fotografía y el rostro de Schaefer, después corrió a la cocina, donde el disco estaba colocado entre otros tres juguetes y fotografías de cada juguete. Cada vez, Betsy llevó el frisbee o la fotografía del mismo a Schaefer.
“No habría estado mal si ella hubiera llevado únicamente la fotografía –dijo Kaminski–. No obstante, creo que Betsy puede usar una fotografía, sin un nombre, para encontrar un objeto. De cualquier modo, se requerirán muchas más pruebas para demostrarlo”.
Aun así, Kaminski duda que otros científicos alguna vez acepten su descubrimiento, porque la habilidad abstracta de Betsy, tan insignificante como pueda parecernos, puede ser muy semejante al pensamiento humano. Con todo, persistimos como la especie inventiva. Ningún otro animal ha construido rascacielos, escrito sonetos o fabricado una computadora. De cualquier manera, los investigadores de animales dicen que la creatividad, al igual que otras formas de inteligencia, no surgió simplemente de la nada. También ha evolucionado.
“Las personas se sorprendieron al descubrir que los chimpancés elaboran herramientas”, dijo Alex Kacelnik, un ecólogo conductual de la Universidad de Oxford, al referirse a los palitos a los cuales los chimpancés dan formas específicas para sacar termitas de sus nidos. “Sin embargo, las personas también pensaron, ‘bueno, comparten nuestra ascendencia, por supuesto que son listos’. Ahora se están encontrando estas clases de conductas excepcionales en algunas especies de aves, pero el ser humano no ha compartido recientemente su ascendencia con las aves.
La historia evolutiva de ellas es muy diferente; el último ancestro común del ser humano con todas las aves fue un reptil que vivió hace más de 300 millones de años. ”Esto no es trivial –continuó Kacelnik–. Significa que la evolución puede inventar formas similares de inteligencia avanzada más de una vez, que eso no es algo reservado sólo para primates o mamíferos”.
Kacelnik y sus colegas estudian a una de estas especies inteligentes, el cuervo de Nueva Caledonia, que vive en los bosques de esa isla del Pacífico. Dicho cuervo figura entre las aves más hábiles que hacen y usan herramientas; forma sondas y ganchos con ramitas y tallos de hojas para hurgar en las copas de las palmeras, en donde se ocultan larvas gordas. Dado que estas aves, como los chimpancés, fabrican herramientas y las usan, los investigadores pueden buscar similitudes en los procesos evolutivos que conformaron sus cerebros.
Algo en el ambiente de ambas especies favoreció la evolución de poderes neurales para hacer herramientas. Pero ¿el uso de herramientas es rígido y limitado, o pueden ser animales inventivos? ¿Tienen lo que los investigadores llaman flexibilidad mental? Los chimpancés, por supuesto que sí. En estado salvaje, el chimpancé puede usar cuatro ramitas de diferentes tamaños para extraer la miel de una colmena. En cautiverio pueden resolver cómo colocar varias cajas para alcanzar un plátano que cuelga de una cuerda.
No fue fácil responder esa pregunta respecto a los cuervos de Nueva Caledonia, aves en extremo tímidas. Incluso después de años de observarlas en estado natural, los investigadores fueron incapaces de determinar si la habilidad de las aves era innata, o si aprendían a hacer y usar sus herramientas al verse una a otra. Si fue una habilidad heredada genéticamente, ¿podrían, como los chimpancés, usar su talento de maneras diferentes y creativas?
Para averiguarlo, Kacelnik y sus estudiantes llevaron 23 cuervos de diferentes edades (todos capturados en la naturaleza, salvo uno) a la pajarera en su laboratorio de Oxford, y les permitieron aparearse. Se criaron cuatro pollos en cautiverio, y se les mantuvo cuidadosamente lejos de los adultos, de modo que no tuvieron oportunidad de recibir enseñanza acerca de las herramientas. Aun así, poco después de que emplumaron, todos tomaron ramitas para sondear con afán en grietas y usaron diferentes materiales para hacer herramientas. “De modo que sabemos que al menos los principios del uso de herramientas son hereditarios –dijo Kacelnik–.
Y ahora la cuestión es, ¿qué más pueden hacer con las herramientas?” Mucho. En su oficina, Kacelnik reprodujo un video de una prueba que realizó con uno de los cuervos capturados en la naturaleza, Betty. En la película, el ave vuela hacia un cuarto e inmediatamente ve la prueba que está ante ella: un tubo de vidrio con una cesta pequeña alojada en su centro. El recipiente contiene un pedazo de carne. Los científicos habían colocado dos fragmentos de alambre en el cuarto. Uno estaba doblado en forma de gancho y el otro era recto. Supusieron que Betty elegiría el gancho para levantar la cesta por el asa.
Pero los experimentos no siempre terminan como se espera. Otro cuervo robó el gancho antes de que Betty pudiera encontrarlo. Betty no se inmuta. Mira la carne en la cesta, después, el fragmento recto de alambre. Lo toma con el pico, empuja un extremo hacia una grieta en el suelo y usa el pico para doblar el otro extremo y formar un gancho. Así, armada, alza el recipiente y lo saca del tubo. “Esta fue la primera vez que Betty vio un pedazo de alambre como este –dijo Kacelnik–. Aun así, sabía que podía usarlo para formar un gancho y exactamente dónde necesitaba doblarlo a fin de que el gancho cupiera en el tubo para tomar la carne”.
Aplicaron más pruebas a Betty, cada una de las cuales requería una solución diferente, como hacer un gancho con un fragmento plano de aluminio en lugar de un alambre. Cada vez, Betty inventó una nueva herramienta y resolvió el problema. “Eso significa que tuvo una representación mental de lo que quería hacer. Eso ahora –dijo Kacelnik– es un indicador de un tipo importante de sofisticación cognitiva”. Esta es la lección más grande de la investigación sobre cognición animal: nos enseña un poco de humildad. No estamos solos en nuestra capacidad para inventar o planear o para contemplarnos a nosotros mismos, o incluso para urdir y engañar.
Los actos de engaño requieren una forma complicada de pensamiento, porque es necesario tener la capacidad de atribuir intenciones a la otra persona y anticipar su conducta. Una escuela de pensamiento afirma que la inteligencia humana evolucionó en parte debido a las presiones de vivir en una sociedad compleja de seres calculadores. Los chimpancés, los orangutanes, los gorilas y los bonobos comparten esta capacidad con nosotros. Los primatólogos han visto a los monos en estado salvaje esconder alimento al macho alfa o tener sexo mientras no puede verlos.
Las aves también pueden timar. Estudios de laboratorio muestran que las urracas azulejas deducen las intenciones de otra ave y actúan en consecuencia. Una urraca que ha hurtado comida, por ejemplo, sabe que si otra la mira ocultar un fruto seco, hay probabilidades de que el fruto sea robado. De modo que la primera urraca regresará a cambiar de sitio el fruto cuando la otra se marche.
“Es parte de la evidencia disponible hasta ahora sobre la proyección de experiencia en otra especie –dijo Nicky Clayton en su laboratorio aviario en la Universidad de Cambridge–. Yo lo describiría como, ‘sé que sabes dónde oculté mi comida, y si yo estuviera en tu lugar la robaría, de modo que voy a cambiarla de lugar hacia uno del que tú no estés enterada’”.
Este estudio, efectuado por Clayton y Nathan Emery, es el primero en mostrar la clase de presiones ecológicas, como la necesidad de ocultar comida para consumo durante el invierno, que llevaría a la evolución de esas habilidades mentales. De manera más provocadora, su investigación demuestra que algunas aves poseen lo que suele considerarse otra habilidad exclusiva de los seres humanos: la capacidad para recordar un evento pasado específico. Por ejemplo, las urracas de los matorrales parecen saber cuánto tiempo antes ocultaron un tipo particular de alimento, y se las arreglan para recuperarlo antes de que se eche a perder.
Los psicólogos cognitivos de humanos llaman a este tipo de memoria “episódica” y afirman que sólo existe en una especie que pueda viajar mentalmente hacia atrás en el tiempo. A pesar de los estudios de Clayton, algunos se rehúsan a conceder esta capacidad a las urracas. “Los animales están atrapados en el tiempo”, explicó Sara Shettleworth, una psicóloga comparativa de la Universidad de Toronto, en Canadá, lo que significa que no distinguen entre el pasado, presente y futuro como los humanos. Dado que los animales carecen de lenguaje, dijo, probablemente tampoco cuentan con “las funciones mentales adicionales de imaginación y explicación” que proporcionan la narrativa mental continua que acompaña a nuestras acciones.
Ese escepticismo es un desafío para Clayton. “Tenemos pruebas científicas válidas de que las urracas recuerdan el qué, dónde y cuándo de eventos de ocultamiento específicos, que es la definición original de la memoria episódica. Sin embargo, ahora el marco de la portería se ha movido”. Esa es una queja frecuente entre los investigadores de animales. Siempre que encuentran en una especie una habilidad mental que evoca una habilidad exclusivamente humana, los científicos de la cognición humana cambian la definición. Empero, los investigadores de animales quizá subestiman su poder: son sus descubrimientos los que fuerzan al lado humano a apuntalar la división.
“A veces los psicólogos cognitivos de humanos se han obsesionado tanto con sus definiciones que olvidan lo extraordinarios que son estos descubrimientos en animales –dijo Clive Wynn, investigador de la Universidad de Florida, quien ha estudiado la cognición en palomas y marsupiales–. Estamos vislumbrando inteligencia en todo el reino animal, que es lo que deberíamos esperar. Es un arbusto, no un árbol de un solo tronco que sólo lleva hacia nosotros”.
A finales de los años sesenta, el psicólogo cognitivo Louis Herman empezó a investigar las habilidades cognitivas de los delfines tursiones o toninas. Al igual que los humanos, los delfines son muy sociales y cosmopolitas; viven en ambientes de subpolares a tropicales en todo el mundo; son muy vocales y tienen habilidades sensoriales especiales, como la ecolocalización. Para los años ochenta, los estudios cognitivos de Herman se enfocaron en un grupo de cuatro delfines jóvenes –Akeakamai, Phoenix, Hiapo y Elele– en el Laboratorio de Mamíferos Marinos de la Cuenca Kewalo en Hawai. Los delfines eran curiosos y juguetones, y transfirieron su sociabilidad a Herman y sus estudiantes.
“En nuestro trabajo con los delfines, tuvimos un principio rector –dice Herman–, que podríamos sacar a relucir todo el alcance y la capacidad de su inteligencia, del mismo modo que los educadores lo hacen con el potencial de un niño. Los delfines tienen cerebros grandes y muy complejos. Mi pensamiento fue: ‘bien, de modo que tienes este hermoso cerebro. Veamos qué es lo que puedes hacer con él’”.
Para comunicarse con los delfines, Herman y su equipo inventaron un lenguaje completo de señales con la mano y el brazo, con una gramática simple. Por ejemplo, un movimiento de arriba hacia abajo de los puños cerrados significaba “aro”, y alzar los brazos extendidos por arriba de la cabeza significaba “pelota”. Un ademán de “ven aquí” con un brazo les decía “traer”. En respuesta a la mención de las palabras “aro, pelota, traer”, Akeakamai empujaba la pelota hacia el aro; pero si el orden de la solicitud se cambiaba a “pelota, aro, traer”, acarreaba el aro hacia la pelota. Con el tiempo, ella podía interpretar solicitudes más complejas desde el punto de vista gramatical, como “derecha, canasta, izquierda, frisbee, dentro”, pidiéndole que pusiera el frisbee que estaba a su izquierda en la canasta que estaba a su derecha. Revertir “izquierda” y “derecha” en la instrucción revertía las acciones del delfín. Akeakamai podía completar esas solicitudes la primera vez que se le hacían, mostrando un profundo entendimiento de la gramática del lenguaje.
“Son una especie muy vocal –añade Herman–. Nuestros estudios mostraron que podían imitar sonidos arbitrarios que reprodujimos en su tanque, una capacidad que tal vez esté vinculada con su propia necesidad de comunicarse. No estoy diciendo que tengan un lenguaje de delfines, pero son capaces de entender las instrucciones nuevas que les transmitimos en un lenguaje creado para esta investigación; su cerebro tiene esa habilidad.
”Tenían la capacidad de hacer muchas cosas que las personas siempre habían puesto en duda. Por ejemplo, interpretaron correctamente, en la primera ocasión, instrucciones con gestos dadas por una persona que aparecía en una pantalla de televisión detrás de una ventana bajo el agua. Reconocieron que las imágenes de televisión fueron representaciones del mundo real a las cuales podían responder de la misma manera que en el mundo real”.
También imitaron con facilidad el movimiento de sus instructores. Si un entrenador se inclinaba hacia atrás y levantaba una pierna, el delfín se ponía de espaldas y levantaba su cola en el aire. Aunque alguna vez se consideró a la imitación una habilidad simple, en años recientes los científicos cognitivos han revelado que es en extremo difícil; requiere que el imitador forme una imagen mental del cuerpo y la pose de la otra persona, y que después ajuste sus propias partes del cuerpo hacia la misma posición, acciones que suponen una conciencia de sí mismo.
“Aquí está Elele”, dice Herman, mostrando una película de ella respondiendo correctamente a las instrucciones dadas por una entrenadora. “Tabla de surf, aleta dorsal, tocar”. De manera instantánea, Elele nadó hacia la tabla, se inclinó hacia un lado, y suavemente colocó su aleta dorsal encima, una conducta no entrenada. La instructora extendió los brazos hacia delante, haciendo la señal “¡hurra!” y Elele saltó hacia el aire, emitiendo sonidos con deleite. “A Elele le gustaba acertar”, dijo Herman. “Además, amaba inventar cosas. Ideamos un signo para ‘crear’, que pedía a un delfín que creara su propia conducta”.
Los delfines en su hábitat natural a menudo sincronizan sus movimientos, como saltar y zambullirse uno junto a otro, pero los científicos desconocen qué señal usan para ejecutar movimientos coordinados con tanta precisión. Herman creyó que podría descifrar la señal con sus alumnos. En la película se pide a AkeakamaiPhoenix que creen un ejercicio y que lo hagan juntos. Los dos delfines se alejaron del lado de la piscina, nadaron en círculo juntos bajo el agua durante alrededor de 10 segundos, y después saltaron fuera del agua, girando en posición vertical en la dirección de las manecillas del reloj y expulsando agua por la boca; cada una de las maniobras estuvo totalmente sincronizada. “Nada de esto fue entrenado –dice Herman–, y nos parece absolutamente misterioso. No sabemos cómo lo hacen… o lo hicieron”.
Nunca lo sabrá. Akeakamai, Phoenix y los otros dos murieron hace cuatro años accidentalmente. Por medio de estos cuatro delfines, él logró algunos de los avances más extraordinarios alguna vez efectuados en la comprensión de la mente de otra especie, una especie que incluso Herman describe como “extraña”, dada su vida acuática y el hecho de que los delfines y los primates divergieron hace millones de años. “Esa clase de convergencia cognitiva sugiere que debe haber algunas influencias evolutivas similares que favorecen el intelecto –dijo Herman–. No compartimos sus características biológicas o ecológicas. Eso deja a las similitudes sociales –la necesidad de establecer relaciones y alianzas, superpuesta sobre un periodo prolongado de cuidado materno y longevidad– como la fuerza impulsora común probable.
”Amaba a nuestros delfines –dice Herman–, como estoy seguro de que usted ama a sus mascotas. Pero fue más que eso, más que el amor que se tiene por un animal de compañía. Los delfines fueron nuestros colegas. Esa es la palabra más atinada. Fueron nuestros socios en esta investigación, guiándonos hacia todas las capacidades de su mente. Cuando murieron, fue como perder a nuestros hijos”.
Herman sacó una fotografía de su archivo. En ella, está en la piscina con Phoenix, que apoya la cabeza sobre su hombro. Él está sonriendo y estirándose hacia atrás para abrazarla. Ella posee líneas elegantes y es de color plateado, con ojos atractivamente grandes y también parece estar sonriendo: su rostro tenía el aspecto amigable que siempre tienen los delfines. Es una imagen de amor entre dos seres. En esa piscina, al menos durante ese momento, hubo claramente una unión de las mentes.
*En inglés, “ban-erry”.
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Lea el relato del fotógrafo, Vincent J. Musi, acerca de su experiencia con los animales.
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