Pintando el aire
Como una mancha brillante que atrapa una mariposa del aire, el abejaruco común lleva una colorida vida en tres continentes.
Luego de atrapar un abejorro en pleno vuelo, un abejaruco usa una técnica comprobada para evitar el aguijón: golpea el insecto contra una rama hasta inmovilizarlo, luego frota el aguijón contra la corteza para sacar el veneno.
Foto de József L. Szentpéteri
Hay aves hechas para la poesía. Keats tenía su ruiseñor; Poe, su cuervo. Pero la vida de los abejarucos comunes parece una novela épica, llena de intrigas familiares, robos, peligro, engaños y belleza exuberante, que transcurre en varios continentes.
Los abejarucos recorren el cielo como una flecha de colores chillantes: una corona castaña, antifaz negro, pecho turquesa y plumas en el cuello con los tonos del trigo maduro. Justo el traje perfecto para un ave que gusta de correr riesgos.
Fieles a su nombre, los abejarucos comen abejas (aunque también cazan libélulas, palomillas, termitas, mariposas… casi cualquier cosa que vuele). Tras atraparla en el aire, el abejaruco regresa a su percha para sacarle el veneno a la abeja. Es un procedimiento crudamente eficiente. Mientras sostiene a la abeja con el pico, el ave golpea la cabeza del insecto sobre un lado de la rama, y luego le frota el abdomen en el otro. Esto ocasiona que la aturdida –y a veces decapitada– abeja expulse sus toxinas.
Crecer como abejaruco común (Merops apiaster) es llevar una buena vida. La gran mayoría forma clanes que crían a sus pequeños en primavera y verano en una amplia franja entre España y Kazajstán (un grupo más pequeño vive principalmente en Sudáfrica). Granjas, campos y márgenes de los ríos ofrecen innumerables insectos. Cuando se topan con una colmena, las aves se atiborran: una ocasión, un investigador encontró 100 abejas en el estómago de un abejaruco. Algunos apicultores les disparan por considerarlos una plaga que acaba con su negocio.
Las abejas melíferas pasan los meses de invierno acurrucadas en la colmena, por lo que la principal fuente de alimento de los abejarucos se agota. Por ello, a fines del verano el idilio de los abejarucos jóvenes termina cuando el clan emprende un largo y peligroso viaje. Bandadas enteras de abejarucos de España, Francia y el norte de Italia cruzan el estrecho de Gibraltar, en su camino sobre el Sahara hasta llegar a sus tierras invernales de África Occidental. Los abejarucos de Hungría y otras partes de Europa central y oriental cruzan el Mediterráneo y el Desierto de Arabia para invernar en el sur de África. Hilary Fry, ornitólogo británico, dice: “Esta migración es una estratagema muy arriesgada”. Cuando convergen en el Mediterráneo, las aves con frecuencia tienen que esquivar halcones de Eleonor, que cazan pájaros cantores para alimentar a sus crías. “Al menos 30 % de las aves serán eliminadas por los predadores y otros factores antes de que regresen a Europa en la primavera siguiente”, afirma Fry.
Cuando llegan a África, inicia la temporada social. Los abejarucos machos se quedan en su clan, mientras que las hembras lo abandonan para agregar sus genes a uno distante. Los incendios de pastizales suelen servir para mezclarlos, pues atraen abejarucos de kilómetros a la redonda para que se den un banquete con los insectos que huyen. Machos españoles conocen hembras italianas, pájaros húngaros conocen kazakos, y se aparean para toda la vida. Llega abril, y vuelven a Europa. Los machos de un año de edad retornan a su tierra natal con compañeras nuevas. Su hogar suele ser un acantilado de arenisca o un banco arenoso en un río con madrigueras usadas, túneles ovalados tan largos como la pierna de un hombre y anchos como un puño. Los abejarucos ignorarán los nidos existentes y excavarán el propio. Picotearán y rascarán hasta 20 días seguidos. Cuando terminen su labor, habrán sacado de 7 a 13 kilos de tierra y se habrán desportillado dos milímetros del pico.
La temporada de anidación es momento de alianzas e intrigas familiares. Los abejarucos son miembros de la familia Meropidae, que incluye 25 especies y son criadores cooperativos. En una colonia, hay numerosos ayudantes: hijos o tíos que ayudan a alimentar a las crías. Los ayudantes también se benefician: los padres con ayudantes pueden proveer más alimento a las crías para prolongar el linaje familiar. La idea, por supuesto, es reclutar ayudantes. Stephen Emlen, que ha estudiado el comportamiento de los abejarucos de frente blanca, un primo de la especie europea que vive en Kenia, descubrió que a menudo usan tácticas represivas. Tras excavar la madriguera, un abejaruco suele iniciar un cortejo con comida: impresiona a su compañera ofreciéndole apetitosas abejas o libélulas. Emlen y su colega, Peter Wrege, vieron que algunos padres interrumpían la actividad de sus hijos, les pedían el presente del cortejo o se entrometían entre la pareja. Si no funcionaba, un padre podría bloquear la entrada a la madriguera del hijo, para evitar que la hembra entrara a poner sus huevos. Pasado un tiempo, algunos hijos sucumbían a la presión, abandonaban sus propios esfuerzos reproductivos y se convertían en ayudantes en los nidos de sus padres.
Los abejarucos comunes no son tan despiadados. Es más probable que encuentren ayudantes entre los machos que han perdido sus nidos por causas naturales. Aunque no faltan los engaños y el robo. “En esas colonias pasa casi cualquier travesura”, comenta Fry. Si una hembra sale de su madriguera para alimentarse, otra puede entrar a poner huevos: una táctica para engañar a la vecina y hacerla que críe los hijos de otra. Asimismo, si un macho abandona el nido sin tener cuidado, otros machos pueden aprovechar la oportunidad para copular con su compañera. Otros abejarucos recurren a robar y hostigar a los vecinos que regresan con comida hasta que dejan caer el insecto y el ladrón escapa con los bienes.
Es una vida breve y espectacular. Un abejaruco longevo sobrevive cinco años, tal vez seis. Los rigores de la migración y los halcones en el camino le cuestan a cada ave. Además, ahora deben competir con la pérdida de insectos debida a los pesticidas y a la desaparición de los sitios de reproducción a medida que los ríos se convierten en canales con muros de concreto. Pero qué historia: cacerías de abejas, asalto de colmenas, incendios forestales, intrigas en el nido y el cruce de Gibraltar, todo en pocos años. “Numeroso en toda su zona”, señala la guía de aves, pero la frase no le hace justicia a esta bella y osada ave.
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El libro más reciente de Bruce Barcott es The Last Flight of the Scarlet Macaw. József L. Szentpéteri fotografió libélulas para la edición de abril de 2006.
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