¿Quién asesinó a los gorilas de Virunga?
Grupos fuertemente armados rompen la quietud de este parque en el corazón de África. Multitudes de refugiados desesperados atiborran sus fronteras, los productores de carbón talan los bosques y, finalmente, el verano pasado, alguien mató, a sangre fría, a siete de estos magníficos animales.
Tsongo, un gorila macho adulto, observa a un guarda forestal en el Parque Nacional Virunga.
Foto de Brent Stirton
Los asesinos aguardaron a que oscureciera. El 22 de julio del año pasado, un grupo de agresores anónimos se agazapó en el bosque para ejecutar a una familia de gorilas. Ocultos en la ladera del volcán Mikeno, al oriente de la Republica Democrática del Congo, los atacantes utilizaron armas automáticas para masacrar a los 12 miembros de la familia Rugendo, muy conocida por los turistas y amada por los guardas forestales del Parque Nacional Virunga. El patriarca, un gorila de espalda plateada de 225 kilogramos, llamado Senkwekwe, debió percibir a los agresores, mas no se alarmó pues había visto miles de personas y aceptaba su proximidad como algo enfadoso aunque inevitable. Los guardabosques de la cercana barraca de Bukima dijeron haber escuchado detonaciones a las ocho de la noche y, al patrullar a pie a la mañana siguiente, encontraron a tres hembras, Mburanumwe, Neza y Safari, ultimadas a tiros, mientras la cría de esta última trataba de ocultarse en las cercanías. Al día siguiente, hallaron el cadáver de Senkwekwe: le habían disparado en el pecho aquella fatídica noche. Tres semanas después, descubrieron a otra hembra Rugendo, Macibiri, cuyo bebé se presume muerto.
Apenas un mes antes hubo un ataque contra dos hembras y una cría de otro grupo de gorilas. Los guardas forestales hallaron a una de ellas, ejecutada con un tiro en la nuca, y a la cría, aún viva, aferrada a su pecho. Sin embargo, jamás encontraron el otro cuerpo. En total, Virunga presenció el asesinato de siete gorilas de montaña en menos de dos meses. Las fotografías de Brent Stirton, plasmando el momento en que los dolientes aldeanos llevan en andas los cuerpos inertes como si fueran miembros de la realeza, aparecieron en infinidad de diarios y revistas de todo el mundo. Los asesinatos de estos inteligentes y reservados animales que los guardas forestales llaman “nuestros hermanos” provocaron la indignación internacional. Y no hubo escasez de sospechosos. Los gorilas comparten el parque con decenas de miles de soldados fuertemente armados que se baten en una guerrilla tripartita entre dos milicias rivales y el ejército congolés. Asimismo, el parque es hogar de cazadores furtivos e infinidad de productores de carbón ilegal, amén de estar limitado por tierras agrícolas de subsistencia y enormes campos de refugiados llenos de familias que huyen de la masacre. Atrapados en este vórtice de sufrimiento humano, sería un milagro que los animales salieran ilesos. Pero ¿quién querría matar gorilas a sangre fría y por qué?
Dada su incomparable diversidad biológica y geológica, el Parque Nacional Virunga es la joya de la corona del sistema de parques africanos. Fundado en 1925, es el más antiguo del continente. Angosta franja de esplendorosa geografía que abarca 800 000 hectáreas, Virunga es santuario de animales tan diversos como el okapi (una especie de cruza entre una cebra y una jirafa), el cefalofo o duiquero de Rwenzori, aves siberianas que pasan allí el invierno y tres especies de grandes simios.
“Alberga mayor cantidad de mamíferos, aves y reptiles, y tiene más especies endémicas que cualquier otro parque de África”, señala Emmanuel de Merode, director de WildlifeDirect, organización con sede en Nairobi, fundada por el conservacionista Richard Leakey. De Merode, antropólogo biológico de 37 años, comenzó a trabajar en la República Democrática del Congo (RDC) en 1993 y cursó un doctorado sobre el comercio ilegal con animales de presa en la región oriental del país. “Virunga cuenta también con uno de los lagos de lava volcánica más grandes del mundo, así como la mayor diversidad de vegetación (bosque alpino, páramo, selva tropical, sabana) entre los 900 y los 5000 metros –explica–. Virunga es, probablemente, el parque nacional más importante del planeta”.
La población mundial de gorilas de montaña se reduce a 720 ejemplares; una mitad habita el Parque Nacional de la Selva Impenetrable de Bwindi, en Uganda, en tanto que la otra se encuentra a 24 kilómetros al sur de las montañas Virunga. La cordillera volcánica de Virunga se extiende sobre las fronteras de Ruanda, Uganda y RDC, de modo que tres parques comparten la región. Antaño, los gorilas de montaña fueron la principal atracción turística del parque y pueden generar ingresos por varios millones de dólares anuales. Esta información es importante porque Virunga, como todos los parques de RDC, debe producir su propio ingreso. La administración corre a cargo del ICCN (Instituto Congolés para la Conservación de la Naturaleza), organización que actúa como dependencia oficial, pero apenas recibe fondos del gobierno. Sin un presupuesto asegurado, los parques nacionales del Congo son muy susceptibles a la corrupción y a la explotación, características de un país que Transparencia Internacional calificó entre los 13 más corruptos del mundo en 2007. Cabe señalar que el organismo para la vida silvestre fue un proyecto consentido del antiguo dictador Mobutu Sese Seko, padre de la moderna cleptocracia africana quien, de hecho, dijo a sus compatriotas durante un discurso público: “Si quieren robar, háganlo con moderación y astucia, de buena manera. Pero si roban tanto como para enriquecerse de la noche a la mañana, serán castigados”. Semejante liderazgo tuvo consecuencias catastróficas para Virunga, sobre todo porque preparó el escenario para la calamitosa lucha entre dos hombres: Honoré Mashagiro, jefe de guardas forestales del Parque Nacional Virunga durante la época de la matanza de gorilas, y Paulin Ngobobo, guarda del sector sur del mismo parque.
Designado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1979, Virunga ha estado persistentemente inscrito en la lista de los lugares más amenazados de la ONU. ¿Por qué? Porque, a pesar de su biodiversidad, casualmente se encuentra en el epicentro de la mayor diversidad de inhumanidad en la historia moderna: el genocidio de 1994 en la cercana Ruanda (la masacre de más de ochocientos mil miembros de la etnia tutsi) y dos guerras en el Congo, la primera en 1966-1967 y la segunda entre 1998 y 2003, con un saldo de cinco millones de muertos –más que en cualquier conflicto armado desde la Segunda Guerra Mundial–. En vista del grado de devastación, resulta asombroso que el Parque Nacional Virunga permanezca en pie. No obstante, el crédito de ese logro es para los 650 guardas del ICCN y su inamovible determinación.
En la última década, más de 110 de ellos han perdido la vida en el cumplimiento del deber, y la mayoría pereció no a manos de cazadores furtivos, sino de los grupos combatientes. Luego del genocidio de Ruanda, los criminales (casi todos combatientes hutu y soldados ruandeses) huyeron hacia el occidente internándose en el Congo, donde pactaron alianzas con el temperamental ejército congolés. Con el paso de los años, esos exiliados se reorganizaron como las Fuerzas Democráticas para la Liberación de Ruanda, mejor conocidas como FDLR. Tras apoderarse y explotar los abundantes recursos de la región (minas de oro, estaño y otros minerales extraídos a base de trabajos forzados, y la tala de antiguos bosques para producir carbón), las fuerzas hutu consiguieron rearmarse, propagar su ideología de odio étnico en una nueva generación y siguieron acosando a los tutsi, esta vez en la región oriental del Congo.
Como respuesta a la colusión entre los hutu y el ejército congolés, Laurent Nkunda, general tutsi congolés, formó su propia organización rebelde llamada Congreso Nacional para la Defensa del Pueblo (CNDP) y sus soldados, con el apoyo tácito de Ruanda, han combatido a las fuerzas hutu durante años, y han convertido la mitad sur del Parque Nacional Virunga en un sangriento campo de batalla. Entretanto, el ejército congolés, que cambia de alianzas según los vientos políticos y el flujo de capitales, a veces combate con las fuerzas de Nkunda, o bien, se suma a las filas de las FDLR. No obstante, los tres frentes han cometido atrocidades indescriptibles en la población de la provincia de Kivu Norte.
De algo no cupo la menor duda desde que descubrieron los cadáveres de los gorilas asesinados en julio del año pasado: no fue obra de cazadores furtivos, pues ellos dejan una “tarjeta de presentación” inconfundible. Secuestran a los bebés y cortan las manos y cabezas de los adultos para venderlas en el mercado negro. Sin embargo, estos cuerpos fueron abandonados en el sitio y dejaron a las crías para que murieran de hambre.
¿Qué decir de los soldados que ocupaban el Parque Nacional Virunga? En febrero pasado, cuando llegué con Brent a Goma, lúgubre capital de Kivu Norte a unos quince kilómetros al sur del parque, Nkunda acababa de firmar un acuerdo de paz con el ejército congolés, pero sus rebeldes aún controlaban Mikeno, sector que ocupan los gorilas y donde se cree que las fuerzas de Nkunda mataron y se comieron a dos gorilas de montaña el año pasado. Durante seis meses, los rebeldes impidieron que alguien viera a los animales y expulsaron a la mayoría de los guardas. De allí que, como cabía esperar, nos dijeran que era imposible cruzar las líneas enemigas. Sin embargo, podríamos tratar de internarnos si antes nos entrevistábamos con el “presidente de la junta”, como se hace llamar Nkunda.
Aunque el general se encontraba rodeado de guardaespaldas armados, lucía un elegante traje negro, camisa blanca almidonada y gafas oscuras. Parecía un músico de jazz, pero no nos dejamos engañar por su aspecto. Nkunda es famoso por reclutar niños a la fuerza, pero desecha la acusación con un gesto de la mano. Me dice que todos los incidentes en cuestión ocurrieron cuando sus tropas y el ejército congolés formaban una fuerza de coalición, así que no tenía control directo sobre sus soldados. “Aunque nuestro pasado sea malo –señala Nkunda–, siempre le digo a mi gente que debemos enfocarnos en el futuro”.
Es obvio que Nkunda ha dejado de considerarse un general disidente y ahora se percibe como político. Cuando pregunto qué le depara el futuro, sonríe con expresión calculadora y responde: “Kinshasa”, la capital. Lo interrogo sobre los gorilas. “Es un honor que estén en mi país. Tengo la obligación de protegerlos”.
Agrega que el sector Mikeno requiere de la experiencia del servicio de vida silvestre congolés y que recibirá con los brazos abiertos a los guardabosques que decidan regresar.
“Usted también es bienvenido. Vaya a ver personalmente a los gorilas en Bukima. Cuéntele al mundo lo que observe allá”.
Ya avanzada la noche, Brent y yo nos enteramos de que, justo en el momento en que Nkunda nos invitaba a entrar en sus dominios, unos guardas importantes del ICCN trataron de visitar el sector de los gorilas, escoltados por fuerzas de la ONU. Los rebeldes advirtieron a los guardas forestales que si no hubiesen llevado ese apoyo, los habrían ejecutado allí mismo.
A la mañana siguiente, decidimos poner a prueba el ofrecimiento del general. Al parecer, ni Nkunda ni sus comandantes pensaron que nos tomaríamos la molestia, porque olvidaron mencionar que habían minado el camino hacia Bukima. Solos y a pie, Brent y yo empezamos a cruzar la tierra de nadie que se extiende junto al sendero ominosamente vacío, hasta que nos alertaron del peligro y, a pesar de varios telefonemas satelitales a los comandantes de Nkunda, acabamos frente a los cañones de las armas de la primera línea de soldados del general, ninguno de los cuales había sido informado de quiénes éramos o qué hacíamos allí. Por fortuna, los rebeldes nos capturaron en vez de ejecutarnos.
Por la mañana, nos internamos en el bosque, escoltados por siete guardas forestales y dos docenas de guerrilleros armados con AK-47 y lanzagranadas. Los rastreadores tardaron dos horas en encontrar a los gorilas. Irritado con nuestra presencia, el macho alfa, un espalda plateada llamado Kabirizi, volvió inmediatamente su amplio y musculoso lomo hacia los guerrilleros armados. Acuclillado en su exuberante mundo montañoso plagado de lianas, mantuvo la vista en el harén mientras rumiaba algunas hojas, pero volteaba ocasionalmente la enorme cabeza y fruncía el ceño a los soldados. Es el rey de aquel apartado reino.
La familia Kabirizi parece saludable e intacta. Según Kayitare Shyamba, quien a sus 45 años es el principal guarda de nuestro equipo, los gorilas son vigilados diariamente y afirma que ningún otro ha perecido desde las matanzas del año pasado, y que sus guardabosques han custodiado a otras familias, una de las cuales tiene un bebé. Antes de salir escoltados de Mikeno, hablé con una docena de soldados de infantería de Nkunda, los cuales, al menos nominalmente, conocen y respetan a los animales. Un joven, quien afirmó tener 25 años aunque no podía tener más de 17, me dijo en privado que habían recibido órdenes de no molestar a los gorilas so pena de muerte, perversa ironía, dadas las crueldades que algunos de los soldados de Nkunda han perpetrado contra sus inocentes congéneres.
Brent y yo logramos organizar otra incursión en el territorio de Nkunda, esta vez en Bunagana. Antiguo escenario del floreciente turismo generado por los gorilas, Bunagana se ha convertido en una aldea devastada que patrullan los soldados adolescentes mientras acarician sus AK-47. Allí, con camisa verde fosforescente, nos recibe Pierre Kanamahalagi, apodado “Kana”, antiguo guarda del ICCN quien se autoproclamó como nuevo comandante del sector Mikeno cuando Nkunda ocupó la región. Kana nos asignó una escolta de tres guardas forestales.
Encontramos a la familia de gorilas justo en los límites del parque. El espalda plateada rueda colina abajo como una gigantesca pelota de bolos. Dos jóvenes machos luchan entre sí; una hembra mordisquea las hojas oculta en el follaje, alejada del tumulto. También esos gorilas están a salvo. Nos enteramos de que se trata de una familia que se internó en el parque procedente de Uganda; más aún, en apenas tres horas y por primera vez en seis meses, serán visitados por turistas de aquel país.
“Todos los gorilas del parque están sanos y protegidos”, informa Kana triunfalmente cuando regresamos a Bunagana. El comandante asegura que tiene 32 guardas forestales a sus órdenes. Recuerda que cuando Nkunda expulsó de Mikeno a las fuerzas congolesa y hutu, el servicio de protección de la vida silvestre retiró a todos los guardas. “Se trató de una medida política”, afirma Kana, pero los que están con él fueron lo bastante valerosos para permanecer en ese lugar y proteger a los gorilas.
Fuera del territorio de Nkunda, los guardas forestales cuentan una historia distinta. Aseguran que los rebeldes saquearon los puestos de vigilancia, robaron sus uniformes, botas, rifles y GPS, y les dieron la opción de unirse a las fuerzas de Nkunda o correr por sus vidas. Uno de mis entrevistados, acusado de colaborar con el ejército congolés, fue herido de bayoneta en una mano, fue molido a palos y luego lanzado a una fosa con otros 12 civiles sospechosos. Cada día, dijo, sacaban a rastras a tres prisioneros y los decapitaban. Luego de cuatro días, el guarda era el único superviviente y le perdonaron la vida porque un rebelde sugirió que tal vez pudiera ser útil como rastreador en la selva. Cuando comparto esta información con Kana, el hombre protesta diciendo que los guardas entrevistados eran unos embusteros. “Hay gran corrupción en el ICCN –enfatiza–. Tomaban el dinero que los turistas pagaban para visitar a los gorilas y se lo embolsaban. Los principales funcionarios del ICCN en Virunga deberían ir a la cárcel”.
Kana reconoce que ha restablecido el turismo de gorilas sin autorización del ICCN pues, como la dependencia gubernamental ha dejado de cubrir el salario de los guardas, necesita dinero para pagarles. Señala, además, que desea colaborar con alguna ONG que tenga expertos en gorilas, como el Programa Internacional para la Conservación del Gorila, el cual ya ha empezado a proporcionar raciones a sus guardas. Insiste en que sus hombres realizan una labor de protección muy superior a la que jamás hiciera el organismo para la vida silvestre. Y entonces, sugiere algo que ya había escuchado en mis entrevistas con los guardas expulsados.
“¿Quién mató a los gorilas en julio del año pasado?”, pregunta Kana con tono desafiante. “¿Quién? Pregúntele a cualquiera. No fueron los soldados”.
Me obligo a recordar que un embustero no siempre cuenta mentiras.
“Sigan el rastro del carbón –propone De Merode en su despacho de WildlifeDirect–. El carbón es la mayor amenaza para el parque”.
En los siguientes días, descubrimos que el carbón es la principal fuente de energía y sufrimiento en Kivu Norte, donde 98 % de los hogares lo utiliza para tareas domésticas, como cocinar, hervir agua para potabilizarla y generar calor.
Limitada al sur por el lago Kivu, Goma es una ciudad de humildes viviendas con techo de lámina que, en la última década, se ha visto invadida por personas que huyen del conflicto armado. La población actual asciende a setecientos mil habitantes aproximadamente, aunque hay varios cientos de miles más en los campos para refugiados de las cercanías. La ONU apostó a unos cinco mil setecientos soldados, en su mayoría indios, alrededor de la ciudad.
Debido a su fértil suelo volcánico, el área que rodea el parque es una de las regiones de mayor densidad poblacional en África, con más de cuatrocientas personas por kilómetro cuadrado. El carbón, producido mediante la tala y quema de árboles en improvisados hornos de barro, procede del interior del parque. Los más valiosos son los árboles más antiguos, pues son fuente de carbón de madera dura, que arde con mayor intensidad y por más tiempo que el carbón de madera blanda. En su esfuerzo por rescatar esos bosques, diversas ONG, como el Fondo Mundial para la Vida Silvestre, han sembrado millones de árboles alrededor del parque, sobre todo eucaliptos de rápido crecimiento, para ofrecerlos como una fuente sostenible de madera. Entre tanto, los expertos buscan la manera de introducir hornos de mayor eficiencia, así como otros combustibles, como butano, hojas, hierba e incluso aserrín; pero, por lo pronto, el comercio ilegal de carbón florece.
Una familia puede satisfacer sus necesidades de energía hasta por un mes con un saco de 70 kilogramos de carbón de madera dura. Sin embargo, con más de cien mil familias en un área de 30 kilómetros en el extremo sur del Parque Nacional Virunga, la demanda se eleva a 3500 o 4000 sacos de carbón al día, sin considerar las necesidades de Ruanda, que ha proscrito la producción de carbón con la finalidad de proteger sus bosques.
Es imposible transportar semejantes cantidades de carbón sin una flotilla de camiones, los cuales el ejército congolés proporciona a las milicias hutu, sus proveedores dentro del bosque. El saco de carbón cuesta alrededor de veinticinco dólares. Las cuentas: De Merode calcula que, en 2006, cuando el turismo de gorilas inyectó al país menos de trescientos mil dólares, el comercio de carbón en Virunga alcanzó un valor equivalente a más de treinta millones de dólares.
Robert Muir, administrador de proyectos de los esfuerzos para la conservación del Parque Nacional Virunga, instrumentado por la Sociedad Zoológica de Francfort, señala que la producción de carbón ha devastado cerca de 25 % de los antiguos bosques de madera dura en la mitad sur del parque nacional.
“No obstante, podemos impedirlo, debemos impedirlo y así será”, enfatiza. Muir, ciudadano inglés que habla francés a la perfección, pasó los primeros tres años tratando de proteger a los guardas de Virunga, pero ahora ha volcado su pasión contra el negocio del carbón. Justo frente a su oficina hay 50 sacos que ayudó a decomisar personalmente. Muir explica el desafío: las fuerzas de Nkunda no abandonarán el Parque Nacional Virunga hasta que la guerrilla hutu se vaya y, por su parte, el ejército congolés se niega a retirarse hasta que los otros dos se hayan ido. Se trata de un impasse al que nadie quiere poner fin, menos aún cuando hay tanto dinero en el negocio del carbón (Nkunda asegura que ha prohibido la tala en las regiones que controla, sin embargo, aunque así sea, en el sector Mikeno hay quienes afirman que se ha apropiado de las operaciones carboníferas cerca de Kirolirwe). Si no detienen la producción de carbón, el bosque desaparecerá y, al perderse el hábitat, se perderán los gorilas. Muir sabe que el retiro de todos los efectivos militares de la zona –alrededor de quince mil soldados congoleses, cuatro mil guerrillas hutu (FDLR) y otras cuatro mil tropas de Nkunda (CNDP)– es la única solución, pero dadas las circunstancias políticas del Congo, el propio parque bien podría haberse desvanecido para entonces.
“Nada se logra en las juntas –insiste Muir–. Para hacer algo, hay que ir a donde suceden las cosas. El FDLR controla, desde hace tiempo, los bosques de la base del Nyiragongo, donde produce carbón. Nadie ha podido entrar allí en seis meses. Naciones Unidas ha accedido a dirigir una patrulla de combate. Si quiere, puede acompañarnos”.
Emprendemos la marcha a la mañana siguiente en una patrulla de casi 50 integrantes, incluidos 12 guardabosques y Muir. La fuerza principal cuenta con 18 curtidos sikhs comandados por el mayor Shalendra Puri. Por costumbre, a los soldados de la ONU se les conoce como “cascos azules”, pero en este caso son “turbantes azules”. Las excursiones por el volcán Nyiragongo, de 3470 metros de altura, fueron alguna vez una importante fuente de ingreso para el Parque Nacional Virunga. Los turistas solían pagar 175 dólares para alcanzar la cima, contemplar el abismo y acampar en el borde del cráter. Sin embargo, los recorridos se interrumpieron en 2007, cuando las milicias hutu incrementaron la producción de carbón. Los guardas forestales trataron de interrumpir las operaciones de los guerrilleros en varias ocasiones, la más reciente, hace dos semanas, pero fueron rechazados por el fuego de ametralladora. Nuestra columna serpentea por un terreno selvático salpicado de empinados cordones de lava negra que quemaron el bosque durante la erupción de 2002. Llueve, pero la presencia de los disciplinados sikh enardece el corazón de los guardas. Van en una patrulla de liberación y se sienten inspirados por primera vez en muchos meses.
Al llegar al punto en que los guardas fueron obligados a retroceder la última vez, nos topamos con una cruz de bambú que hace las veces de advertencia. Mas el mayor Puri no se deja impresionar. Indica a sus combatientes que se desplieguen y suban por la colina. Los sikh obedecen metódicamente comunicándose con señas y los dedos puestos en los gatillos.
Al frente vemos una columna de humo azulado que se eleva hacia el cielo. El mayor Puri indica a cinco soldados que vayan a investigar. Minutos después, a corta distancia por arriba de nosotros, detectamos a cuatro rebeldes hutu que corren por el talud. Otros pocos cientos de metros colina arriba vemos a otros tres guerrilleros que desaparecen en la selva.
No ha sonado un solo disparo. Luego que los sikh aseguran la zona, el mayor Puri nos permite continuar por una senda que conduce a la fuente del humo. Cruzamos una línea de árboles y entramos en un claro de varias hectáreas que ha sido despejado. En el centro se eleva un humeante montículo de tierra. “Por Dios, es enorme”, susurra Muir. De unos seis metros de diámetro y cuatro y medio de altura, apisonado con tierra en todos sus flancos, la elevación se asemeja al propio volcán.
“Es un horno de carbón –informa Muir, entusiasmado–, y esta es la primera incautación en mucho, mucho tiempo”.
Muir explica que aunque el horno está cargado con madera dura antigua, se alimenta de madera blanda. El ejemplar que tenemos enfrente podría haber producido entre 50 y 100 sacos de carbón. Muir convoca a los guardas, quienes atacan el horno con la ira de años de frustración acumulada y lo hacen pedazos con palos y palas.
El resto de la excursión transcurre sin incidentes y todos están muy animados. Los sikh han cumplido su misión y los guardas, al menos por ahora, han recuperado algo de su autoestima. Llegamos a la cima cuando empieza a oscurecer y levantamos las tiendas; después nos acercamos a la orilla y contemplamos el interior del cráter. En el fondo, como si fuera el infierno mismo, se encuentra un estanque circular de piedra anaranjada en ebullición. El lago bulle y arroja pequeños chorros que se endurecen en una costra negra, la cual vuelve a fracturarse y queda cubierta por nuevos estallidos de lava fundida en una metamorfosis incesante e hipnótica.
Esa noche, durante una tempestad torrencial, el mayor Puri y Robert Muir se apretujan en nuestra tienda doble para una cena de celebración. Muir saca dos botellas de champaña de su impermeable. Feliz con el éxito de la expedición, dispara hacia el techo el corcho de la primera: “Este ha sido el primer paso. ¡Podemos detener a la mafia del carbón! Podemos hacerlo juntos”.
En la garita de Dekibati, situada en la entrada sur del parque, una docena de guardas armados ha montado un punto de vigilancia para confiscar carbón ilegal. Los omnipresentes Land Cruiser blancos de las ONG, las fuerzas de paz de la ONU en camiones blindados y los matatus (camionetas Toyota Hiace cargadas hasta con dos docenas de personas) pasan rápidamente por el control de carretera que consiste, nada más, de un poste de bambú atravesando el camino.
Los guardas detienen y registran principalmente los camiones de carga: “Alrededor de 20 vehículos al día –informa John Iyamorenye, amable guarda de 35 años–. Dos a cuatro de aquellos transportan grandes cargas de carbón”. Tiene el uniforme muy desgastado y las botas rotas, y observo que el óxido ha obstruido el cañón de su rifle. “Recibimos nada más 30 dólares mensuales, –comenta Iyamorenye, en respuesta a mi inquisitiva mirada–, y eso lo pagan las ONG, no el gobierno. No tenemos radios, ni apoyo del ICCN, ni ganamos lo suficiente para alimentar a nuestras familias”.
Detienen otro camión. Los soldados congoleses empiezan a gritar y saltan al suelo, apuntando sus ametralladoras hacia los guardas. Sin dejarse intimidar, estos suben al camión y descubren sacos de carbón ocultos bajo una capa de leña. Los soldados sacuden sus armas y a gritos ordenan a los guardas que bajen del vehículo.
Con incredulidad, veo que ignoran la amenaza y empiezan a descargar los pesados sacos. Cerca de allí espera la afortunada fuente de su valor: un vehículo de la ONU, con una docena de soldados sikh bien armados y protegidos con chalecos antibalas. “Casi nunca detenemos los vehículos del ejército –informa Iyamorenye–, porque ellos –prosigue con un sutil movimiento de cabeza hacia los enfurecidos soldados congoleses– podrían matarnos”.
A la fecha, los guardas han embargado más de mil sacos de carbón en operaciones semejantes y los entregan a la ONU para ayudar a los refugiados. Sin embargo, los decomisos apenas han tenido algún efecto en el tráfico. Al caer la noche, un convoy de cuatro camiones militares cargados de carbón hasta los topes cruza la barricada sin detenerse.
Mientras tanto, en Goma, Muir confirma lo que Brent y yo sospechábamos. “La lucha por el carbón fue lo que provocó la matanza de gorilas del año pasado. Todo se debió a un guarda incorruptible, Paulin Ngobobo. Tienen que hablar con él. Es un héroe de verdad; el hombre que arriesgó su vida para salvar el parque”.
Paulin Ngobobo se encuentra en Kinshasa pues, en julio pasado, para su propia protección, la dependencia a cargo de la vida silvestre lo retiró del parque. Muir hace arreglos para llevarlo discretamente a la ciudad en avión. Varios días después, en la oscuridad de la noche y en un sitio que por seguridad no mencionaremos, tiene lugar la entrevista con Ngobobo. Su rostro es como un retrato claroscuro de angustia; los ojos están tan surcados de arrugas que le hacen ver mucho más viejo que sus 45 años de edad.
Ngobobo insiste en relatar lo ocurrido desde el principio. Habla francés y su voz es tan suave que apenas se escucha sobre el oleaje del lago.
Explica que, antes de convertirse en guarda del ICCN para el sector sur del Parque Nacional Virunga, había acumulado un bagaje de 20 años de experiencia en conservación. Trabajó como oficial del Programa Internacional para la Conservación del Gorila y, antes de eso, dirigió su propia ONG durante una década, enseñando a los pigmeos a volverse agricultores autosuficientes en vez de cazadores furtivos. Cuando lo nombraron guarda del sector, en mayo de 2006, inició investigaciones internas sobre el comercio ilegal de carbón y muy pronto descubrió que casi todos, en todos los niveles, participaban en la operación: la milicia hutu, el ejército congolés, los jefes de aldeas, incluso sus propios guardas. Los funcionarios de primer nivel del ICCN robaban ingresos derivados del turismo de gorilas y en casos extremos llegaban a registrar, por ejemplo, sólo 20 visitantes (a 300 dólares por persona) cuando la cifra real era de 200, de manera que tranquilamente se embolsaban 54 000 dólares.
Ngobobo presenta todo con minucioso detalle: nombres, cifras, salarios. Tras recuperar los sueldos de los guardaparques, que también se apropiaban sus jefes y los cuales les permitían rechazar los escuálidos cinco dólares mensuales que les ofrecía la mafia para que se hicieran de la vista gorda, Ngobobo poco a poco les devolvió el orgullo y un sentido del deber, y comenzó a dirigir personalmente redadas contra el carbón ilegal.
Yo había pasado los dos días anteriores en las oficinas centrales del parque, en Rumangabo, entrevistando a los guardas y a las familias que tenían conocimiento de primera mano de las consecuencias de la guerra de Ngobobo contra el carbón.
“Era un trabajo muy peligroso”, recordó Marie Thérèse Nsangira, de 53 años, la tarde gris en que nos encontramos. La madre de nueve niños no tiene zapatos y su esposo era uno de los inspectores encargados de impedir el tráfico de carbón. “Iba a trabajar una mañana cuando detuvieron su matatu; unos soldados lo sacaron a rastras del vehículo y lo mataron con su propio rifle”.
Llegado el otoño de 2006, la campaña de Ngobobo contra los productores de carbón ilegal comenzaba a cobrar fuerza. Entonces, durante un patrullaje, él y otros siete guardas fueron atacados por soldados congoleses y de las FDLR. Ngobobo y sus hombres se ocultaron en el bosque hasta entrada la noche y después escaparon. A la mañana siguiente fue directamente con el coronel del campo militar de Rutshuru para presentar una queja formal.
“Ese fue el principio del fin”, señaló Matthieu Cingoro, abogado de Goma. El legista de 52 años es un caballero de aspecto impecable que posee la serena dignidad de quien lleva a cuestas una enorme responsabilidad. Tras la matanza de los gorilas, la UNESCO y la Unión Mundial para la Conservación (IUCN, por sus siglas en inglés) pusieron en marcha una investigación que, aunque jamás se dio a conocer, ejerció la presión necesaria para que el ICCN lanzara su propia pesquisa. La dependencia para la vida silvestre contrató a Cingoro y su compañía para que persiguiera jurídicamente el caso, y desde entonces él ha trabajado en ello. “Paulin, un hombre solo, tenía que enfrentar a un sistema de corrupción que existe en el Congo desde hace 50 años y, por supuesto, fue arrestado de inmediato. Un hombre con principios corre grave peligro en el Congo”.
Ha pasado la medianoche cuando Ngobobo relata lo acontecido.
“Llovía. El guardaespaldas del coronel me hizo salir y desnudarme. El coronel había hablado con Honoré Mashagiro y este dijo que yo era indisciplinado y necesitaba corrección, así que iban a darme 75 azotes”. Durante su esfuerzo por combatir el comercio ilegal de carbón, Ngobobo se convenció de que su superior –el jefe de guardas del Parque Nacional Virunga y director provincial del ICCN en Kivu Norte– era el mandamás del tráfico de carbón. El funcionario había falsificado libros de cuentas y registros, ofrecía protección y recibía sobornos e “impuestos” sobre el carbón. Cingoro afirma que las pruebas demostraron que, en un año, Mashagiro había ganado cientos de miles de dólares con el negocio de carbón.
“El guarda me quitó la chaqueta, el cinturón y las botas, y me obligó a tenderme boca abajo en el fango –recuerda Ngobobo–. Mientras me azotaba, iba contando uno, dos, tres”.
Escudriño el rostro de Ngobobo al escucharlo hablar, pero su estoicismo es tal que apenas tuerce el gesto un par de veces, como si todavía pudiera sentir el látigo. Aunque sus cicatrices físicas han sanado, no puede decirse lo mismo de las emocionales. “Cualquiera que haya sido víctima de la violencia tiene sed de justicia. Lo peor para mí fue que la golpiza había sido ordenada por mi superior directo”.
Al abrigo del anonimato, un importante funcionario del ICCN confirma el relato de Ngobobo. “El director provincial hacía todo lo posible para detener la investigación y provocar que expulsaran a Paulin de Rumangabo”.
Pero no sucedió así. Ngobobo regresó a la tarea de desmantelar la red de producción de carbón y, en junio de 2007, arrestó a seis importantes guardas que participaban en el tráfico del combustible, pero Mashagiro sobreseyó el arresto y reinstaló a los hombres. El 8 de junio, una hembra de la familia Kabirizi fue ejecutada.
“Investigué el asesinato de inmediato –prosigue Ngobobo, moviendo lentamente la cabeza–. Uno de los sospechosos era uno de los seis guardias que yo había arrestado. Sin embargo, interrumpieron la investigación antes de que pudiera terminarla”.
Mashagiro no sólo canceló las pesquisas de Ngobobo sino que, según el heroico guarda y fuentes internas de la comunidad de conservación, acusó al propio Ngobobo de matar a los gorilas y convenció al gobernador de Kivu Norte de que lo arrestara.
“La razón por la que los guardas de patrulla no pudieron detener directamente a la gente implicada en el comercio de carbón fue que el propio Mashagiro les brindaba protección”, asegura un funcionario de campo de WildlifeDirect.
“Pasé una noche y un día en la cárcel de Goma –continúa Ngobobo–, y a la siguiente noche me dejaron volver a casa, pero tenía que presentarme a detención todas las mañanas y quedarme allí hasta que oscurecía, sin moverme, sin hablar”.
La segunda noche en que Ngobobo regresó a su casa fue la del 22 de julio. A la mañana siguiente, encontraron muerto al primero de los seis gorilas de montaña.
“Mashagiro ordenó que los mataran para desacreditar a Paulin –asegura un investigador de conservación familiarizado con el caso, luego de pedir que sus declaraciones fueran anónimas, pues teme por su vida–. Fue fácil. En el Congo usted puede hacer que maten a cualquiera por un cartón de cervezas”.
Ngobobo revela que ha sufrido tres intentos de asesinato pero, con la ayuda de cuatro guardaespaldas y el apoyo de la policía local y funcionarios militares, ha permanecido ileso hasta ahora. Mediante demanda fechada el 10 de marzo, en representación del ICCN, Matthieu Cingoro presentó cargos contra Mashagiro ante el fiscal general de la Corte de Apelaciones de la provincia de Kivu Norte, en Goma. La querella argumenta específicamente que Mashagiro operaba una red ilegal de carbón, intimidó a Ngobobo y otros, y se reunió con seis guardas para fraguar el asesinato de los gorilas con miras a socavar la reputación de Ngobobo ante la comunidad y a la larga, hacer que lo retirasen del servicio de parques.
Ngobobo habla con gran lentitud.
“Todos sabían que era inocente, pero Mashagiro me inculpó de los asesinatos. Tenía que eliminarme para proseguir con su industria de carbón”.
En entrevista telefónica, Honoré Mashagiro negó toda acusación de improbidad y sostuvo que él no formaba “parte del negocio del carbón. Mi negocio es proteger el parque”. También negó haber participado de forma alguna en la matanza de gorilas. Aunque era director del parque, agregó, “la responsabilidad por los gorilas no era mía, sino de Paulin”.
A menos de una semana de la masacre de julio, las fotografías que Brent tomó de los gorilas asesinados aparecieron en los diarios de todo el mundo. Mashagiro fue depuesto como director provincial de Kivu Norte, en tanto que Ngobobo fue transferido a Kinshasa y exonerado de todos los cargos. Dos aldeanos fueron hallados culpables de participar en la matanza y sentenciados a ocho meses en prisión.
“Es difícil saber quién tiró del gatillo –dijo Cingoro antes de mi encuentro con Ngobobo–, pero que Mashagiro fue el organizador de la matanza de gorilas es un hecho”.
En los últimos dos meses el general Mayala, comandante del ejército congolés en el Parque Nacional Virunga, ha prometido a Robert Muir que incautará el carbón transportado en camiones militares e impondrá un castigo de 15 días de detención a cualquier soldado que sea sorprendido traficando con el combustible. Por su parte, Muir ha convencido a los comandantes de Naciones Unidas para incrementar el número de misiones de patrullaje conjuntas con los guardas del parque a dos o tres recorridos por semana.
Laurent Nkunda y sus fuerzas aún controlan el sector de gorilas del Parque Nacional Virunga. Paulin Ngobobo está en espera de recibir un cargo como jefe de guardas forestales del Congo y Honoré Mashagiro, suspendido por el ICCN, fue arrestado en Goma y será enjuiciado por la matanza de los gorilas de Virunga.
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