Eurasia les perteneció en exclusiva durante 200 000 años. Luego tuvieron que compartir con los recién llegados.
Las cumbres del norte de España son semejantes al ambiente adverso que muchos neandertales afrontaron a fines de su predominio. La modelo empuña una lanza para indicar que, tal vez, las mujeres cazaban junto con los hombres.
Foto de Joe McNally, con autorización del National Park of Europe’s Mountain Peaks. Reconstrucción por Kennis & Kennis
En marzo de 1994 algunos espeleólogos que exploraban un extenso sistema de cuevas situado al norte de España proyectaron sus luces hacia el interior de una pequeña galería lateral y advirtieron dos mandíbulas humanas que sobresalían del suelo arenoso. La cueva, llamada El Sidrón, está en medio de un remoto bosque de tierras altas, de castaños y robles, en la provincia de Asturias, a poca distancia al sur del Golfo de Vizcaya. Imaginando que las mandíbulas podrían datar de la Guerra Civil Española, cuando republicanos aprovecharon El Sidrón para ocultarse de los soldados de Franco, los espeleólogos notificaron de inmediato a la Guardia Civil local. Pero, cuando los investigadores de la policía inspeccionaron la galería descubrieron los restos de una tragedia mucho mayor y mucho más antigua.
En pocos días, oficiales policiacos habían exhumado unos 140 huesos, y un juez de la localidad ordenó que los restos se enviaran al Instituto Nacional de Patología Forense en Madrid. Para cuando los científicos terminaron sus análisis (lo que les tomó casi seis años), España tenía el caso sin resolver más antiguo de su historia. Las osamentas provenientes de El Sidrón no eran de soldados republicanos, sino los restos fosilizados de un grupo de neandertales que vivió, y quizá murió violentamente, hace unos 43 000 años. El escenario los sitúa en una de las intersecciones geográficas más importantes de seres humanos de la prehistoria, y la fecha los coloca de lleno en el centro de uno de los enigmas más antiguos de toda la evolución humana.
Los neandertales, nuestros parientes prehistóricos más cercanos, dominaron Eurasia durante casi 200 000 años. Durante ese período, metieron su grande y prominente nariz en toda Europa y más allá: al Sur a lo largo del Mediterráneo desde el Estrecho de Gibraltar hasta Grecia e Irak, al Norte hasta Rusia, al Oeste hasta Gran Bretaña, y casi hasta Mongolia hacia el Este. Los científicos calculan que incluso en el apogeo de su ocupación de Europa occidental, el número tal vez jamás superó los 15 000 individuos. Con todo, se las arreglaron para sobrevivir, incluso cuando un clima cada vez más frío transformó gran parte de su territorio en algo parecido a la Escandinavia septentrional de la actualidad: una tundra gélida y yerma, su sombrío horizonte interrumpido por unos cuantos árboles ralos.
Pero, para cuando sucedió la tragedia en El Sidrón, los neandertales emigraban con el fin de sobrevivir, al parecer atrapados en Iberia, en enclaves de Europa central y a lo largo del Mediterráneo meridional por un clima en deterioro y aún más por el avance hacia el Oeste del hombre anatómicamente moderno. Conforme este surgió en África y se desplazó hacia el Medio Oriente y más allá. En unos 15 000 años más, los neandertales se habían extinguido, dejando tras de sí unos cuantos huesos y numerosas interrogantes. ¿Constituían una raza inteligente y perseverante de sobrevivientes, muy parecidos a nosotros, o representaban un callejón sin salida con menos capacidad cognoscitiva?, ¿qué sucedió durante ese período, hace aproximadamente 45 000 a 30 000 años, cuando los neandertales compartían algunos sectores del paisaje eurasiático con aquellos migrantes humanos modernos provenientes de África?, ¿por qué sobrevivió un tipo de humanos mientras que el otro desapareció?
Antonio Rosas, del Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid encabeza la investigación paleoantropológica. Desde 2000, se han desenterrado unos 1 500 fragmentos de huesos que representan los restos de al menos nueve neandertales: Rosas recogió el fragmento de un cráneo y otro del hueso largo de un brazo, ambos con los bordes dentados.
“Estas fracturas fueron hechas por seres humanos –dijo Rosas–. El tipo de fracturas indica que quienquiera que las haya hecho buscaba el cerebro y rompía los huesos largos para extraer el tuétano. Además de las fracturas, las marcas de cortes dejadas en los huesos por los utensilios de piedra indican que los individuos fueron víctimas de canibalismo. A saber quién comió su carne, y por qué motivo –¿inanición?, ¿ritual?–, pero la suerte subsiguiente de sus restos les confirió una especie de inmortalidad inconfundible y maravillosa. Poco después de la muerte de los individuos (quizá días) el suelo que estaba debajo de ellos se vino abajo, dejando poco tiempo a las hienas y otros animales carroñeros para dispersar sus restos. Una masa formada por huesos, sedimento y rocas cayó 20 metros dentro de una cámara hueca de piedra caliza.
Allí, protegidas por arena y arcilla, conservadas por la temperatura constante de la cueva y aisladas en sus estuches de joyas de hueso mineralizado, sobrevivieron unas cuantas moléculas preciosas del código genético de los neandertales, aguardando un momento del futuro distante cuando pudiesen ser extraídas, reconstruidas y examinadas en busca de información sobre cómo vivieron estas personas y por qué se esfumaron.
El primer indicio de que el ser humano tal como existe en la actualidad no fue el primero en habitar Europa se encontró hace un siglo y medio a unos 13 kilómetros al este de Düsseldorf, Alemania. En agosto de 1856, obreros que extraían piedra caliza de una cueva en el valle de Neander desenterraron una bóveda craneal con arcos supraorbitarios resaltados, y algunos huesos de extremidades gruesos. Desde el comienzo, a los neandertales se les endilgó un estereotipo cultural de hombres de las cavernas lerdos y brutos. El tamaño y la forma de los fósiles sugiere efectivamente un físico corpulento, de baja estatura (los hombres promediaban cerca de 1.60 metros, y pesaban cerca de 84 kilos), con grandes músculos y una ancha caja torácica que albergaba unos pulmones probablemente de gran capacidad. Steven E. Churchill, paleoantropólogo de Duke University, ha calculado que para sostener su masa corporal en un clima frío, un neandertal típico habría necesitado hasta 5 000 calorías diarias, cerca de lo que quema un ciclista diariamente en el Tour de France. Empero, detrás de sus prominentes arcos supraorbitarios, el cráneo poco abultado alojaba un cerebro de un volumen en promedio un poco mayor que el nuestro actual. Además, aunque sus utensilios y armas eran más primitivos que los del hombre moderno que los suplantó en Europa, eran igual de complejos que los implementos fabricados por sus contemporáneos que habitaban en África y el Medio Oriente.
Una de las controversias más prolongadas y acaloradas acerca de la evolución humana gira en torno a la relación genética entre los neandertales y sus sucesores europeos. ¿Los seres humanos modernos que empezaron a desplazarse desde África hace unos 60 000 años sustituyeron por completo a los neandertales o se aparearon con ellos? En 1997 el genetista Svante Pääbo –adscrito en esa época a la Universidad de Múnich– asestó un duro golpe a la segunda hipótesis, al estudiar un hueso del brazo de un neandertal original. Pääbo y sus colegas lograron extraer un diminuto fragmento de 378 letras químicas de ADN mitocondrial (una especie de breve apéndice al texto genético principal de cada célula) del espécimen de 40 000 años de antigüedad. Cuando interpretaron el código, hallaron que el ADN del espécimen difería a tal grado del de los seres humanos vivientes que sugería que los linajes de los neandertales y de los hombres modernos habían comenzado a divergir mucho antes de la emigración de los humanos modernos desde África, de suerte que los dos representan ramas geográficas y evolutivas distintas que se derivan de un ancestro común. “Al norte del Mediterráneo, este linaje se convirtió en el hombre de Neandertal –afirma Chris Stringer, director de investigación sobre los orígenes del hombre del Museo de Historia Natural de Londres–, y al sur del Mediterráneo, en nosotros”. Si hubo alguna cruza cuando se encontraron posteriormente, fue demasiado esporádica como para dejar rastro de ADN mitocondrial neandertal en las células del ser humano actual.
La bomba genética de Pääbo pareció confirmar que los neandertales eran una especie distinta, pero no contribuyó a resolver el enigma de por qué se extinguieron y nosotros sobrevivimos.
Una posibilidad lógica es que el hombre moderno era más inteligente, más sofisticado, más “humano”. Hasta hace poco, los arqueólogos citaban un “gran salto” sucedido en Europa hace unos 40 000 años, cuando la relativamente monótona industria de utensilios de piedra de los neandertales (llamada musteriense, por el yacimiento de Le Moustier, en el suroeste de Francia) cedió el paso a otros utensilios de piedra y hueso más variados, adornos corporales, así como a otros signos de expresión simbólica asociados con la aparición del hombre moderno. Algunos científicos, como el antropólogo de Stanford University, Richard Klein, todavía defienden la existencia de algún cambio genético trascendental en el cerebro (quizá vinculado con alguna variación relacionada con el lenguaje) que impulsó a los primeros hombres modernos al dominio cultural a expensas de sus antepasados de arcos supraorbitarios resaltados.
De cualquier modo, las evidencias arqueológicas no son tan claras. En 1979, un grupo de arqueólogos descubrió el esqueleto de un neandertal tardío en Saint-Césaire en la región suroccidental de Francia, rodeado no por los típicos implementos musterienses, sino por un repertorio de utensilios sorprendente por su modernidad. En 1996 Jean-Jacques Hublin, del Instituto Max Planck (IMP) de Leipzig, y Fred Spoor, de University College en Londres, identificaron el hueso de un neandertal en otra cueva francesa, situada cerca de Arcy-sur-Cure, en un estrato de sedimentos que también contenía objetos ornamentales antes asociados únicamente con el hombre moderno, por ejemplo, dientes de animal perforados y anillos de marfil. Algunos científicos, como el paleoantropólogo británico Paul Mellars, desechan la utilización de accesorios propios de los seres humanos modernos en un estilo de vida básicamente arcaico como una “coincidencia improbable” y piensan que fue una última boqueada de conductas de imitación por parte de los neandertales antes de que los sustituyeran los ingeniosos recién llegados provenientes de África. Pero, en fecha más reciente, Francesco d’Errico, de la Université Bordeaux y Marie Soressi, también del IMP de Leipzig, analizaron cientos de bloques de dióxido de manganeso, semejantes a lápices de cera, provenientes de una cueva francesa llamada Pech de l’Azé, donde los neandertales vivieron mucho antes de la llegada a Europa de los hombres modernos. D’Errico y Soressi sostienen que los neandertales usaron el pigmento negro para decorar sus cuerpos, demostrando así que eran plenamente capaces de lograr por sí mismos la “modernidad conductual”.
“En la época de la transición biológica –señala Erik Trinkaus, paleoantropólogo de la Universidad Washington en Saint Louis–, la conducta básica de ambos grupos es casi la misma, y cualquier diferencia debió haber sido sutil. Trinkaus cree que efectivamente pueden haberse apareado ocasionalmente. Observa indicios de mezcla entre neandertales y los hombres modernos en ciertos fósiles, por ejemplo, el esqueleto de 24 500 años de antigüedad de un niño descubierto en el yacimiento portugués de Lagar Velho, así como en un cráneo de 32 000 años de antigüedad proveniente de una cueva llamada Muierii en Rumania.
“Había muy poca gente y había que encontrar una pareja y reproducirse –dice Trinkaus–. ¿Por qué no? Los seres humanos no somos exigentes. Las relaciones sexuales ocurren”.
Otros investigadores afirman que quizá haya sucedido, pero rara vez, y no de manera que dejara algún indicio. Katerina Harvati, otra investigadora del IMP de Leipzig, ha utilizado mediciones pormenorizadas en tercera dimensión de fósiles de neandertales y de los primeros seres humanos modernos para predecir con exactitud el aspecto que tendrían los híbridos. Hasta ahora, ninguno de los fósiles examinados se ajusta a sus predicciones.
El desacuerdo entre Trinkaus y Harvati no es con mucho la primera vez que los dos respetados paleoantropólogos han observado el mismo grupo de huesos y expresado interpretaciones contradictorias. La reflexión (y el debate) sobre el significado de la anatomía fósil tendrá siempre un papel en la comprensión de los neandertales. No obstante, hoy en día existen otras formas de revivirlos.
Dos días después de mi primer descenso en la cueva de El Sidrón, Araceli Soto Flórez, estudiante de posgrado de la Universidad de Oviedo, se topó con un nuevo hueso de neandertal, quizá un fragmento de fémur. Toda excavación cesó de inmediato y se evacuó de la cámara a la mayoría del equipo. Soto Flórez se metió entonces en un overol con máscara de plástico, guantes y botas estériles. Bajo las miradas vigilantes de Antonio Rosas y del biólogo molecular Carles Lalueza-Fox, extrajo delicadamente el hueso del suelo, lo colocó en una bolsa de plástico estéril que depositó en una hielera. Tras un breve descanso en el congelador de un hotel en la cercana Villamayo, el hueso de la pierna llegó al laboratorio de Lalueza-Fox en el Instituto de Biología Evolutiva en Barcelona. No se interesaba en la anatomía de la pierna ni en nada que pudiera revelar datos acerca de la locomoción del neandertal. Lo único que quería del hueso era su ADN.
El canibalismo prehistórico ha sido muy beneficioso para la biología molecular contemporánea. Al descarnar un hueso también se quita el ADN de microorganismos que de otro modo podría contaminar la muestra. Las osamentas de El Sidrón no ostentan el récord por haber aportado la mayor cantidad de ADN neandertal. Ese honor pertenece a un espécimen de Croacia, también víctima de canibalismo, pero a la fecha han revelado los conocimientos más convincentes sobre el aspecto y la conducta del hombre de Neandertal. En octubre de 2007, Lalueza-Fox, Holger Römpler, de la Universidad de Leipzig, y sus colegas anunciaron que habían aislado el gen de la pigmentación a partir del ADN de un individuo de El Sidrón (así como de otro fósil de neandertal proveniente de Italia). La forma concreta del gen MC1R indicaba que, por lo menos, algunos neandertales habrían sido pelirrojos de piel clara y, tal vez, con pecas. Sin embargo, el gen es distinto al de los pelirrojos actuales, lo cual sugiere que los neandertales y los humanos modernos desarrollaron el rasgo independientemente, quizá bajo condiciones similares en latitudes septentrionales para la evolución de la piel blanca, a fin de permitir la absorción de una mayor cantidad de luz solar para sintetizar suficiente vitamina D. Apenas unas semanas antes, Svante Pääbo, quien ahora encabeza el laboratorio de genética del IMP de Leipzig, Lalueza-Fox y sus colegas habían anunciado un descubrimiento aún más sorprendente: Dos individuos de El Sidrón parecían compartir con los seres humanos modernos una versión del gen FOXP2 que contribuye a la capacidad para el habla y el lenguaje y que actúa no sólo en el cerebro sino sobre los nervios que controlan los músculos faciales. No queda claro si los neandertales dominaron destrezas avanzadas del lenguaje o una forma más primitiva de comunicación vocal (como el canto), pero los nuevos hallazgos genéticos sugieren que tenían parte de los mismos atributos innatos de vocalización que los seres humanos modernos.
“Así que quizá sea bueno comernos a miembros de nuestra propia especie”, añade Pääbo, un sueco alto y jovial, quien es el principal motor detrás de una impresionante hazaña científica: el intento, cuya terminación está prevista para noviembre, de descodificar no sólo genes de neandertal por separado, sino la secuencia completa de 3 000 millones de nucleótidos del genoma neandertal. Los rastros de ADN que hay en los fósiles son casi imposibles de detectar, además, dado que el ADN neandertal es en extremo similar al de las personas vivas, uno de los mayores obstáculos en la determinación de su secuencia es la amenaza constante de contaminación de ADN del ser humano moderno, en especial por los científicos que manipulan los especímenes. Sin embargo, casi todo el ADN para el proyecto del genoma que dirige Pääbo proviene del espécimen croata, un fragmento de hueso de pierna de 38 000 años de antigüedad hallado hace casi 30 años en la cueva de Vindija. Considerado poco importante en un principio, permaneció en un cajón en Zagreb, en gran medida sin ser tocado y, por ende, sin ser contaminado, durante la mayor parte de su vida en un museo.
Ahora es el equivalente de una mina de oro de ADN prehistórico, aunque una mina extremadamente difícil de explotar. Con todo, en noviembre de 2006, Pääbo y sus colegas publicaron un artículo en la revista Nature, en el cual señalaban que habían descifrado aproximadamente un millón de nucleótidos del ADN neandertal (simultáneamente, un segundo grupo, encabezado por Edward Rubin del Department of Energy Joint Genome Institute en Walnut Creek, California, usó ADN suministrado por Pääbo para descifrar fragmentos del código genético aplicando un método distinto). El año pasado, perseguido por afirmaciones de que su trabajo presentaba graves problemas de contaminación, el grupo de Leipzig afirmó haber mejorado la exactitud e identificado alrededor de 70 millones de nucleótidos de ADN, más o menos 2 % del total.
“Sabemos que las secuencias del ser humano y del chimpancé son iguales en 98.7 %, y los neandertales son mucho más cercanos a nosotros que los chimpancés –afirma Ed Green, jefe de biomatemáticas del grupo de Pääbo en Leipzig–, de manera que la realidad es que en casi toda la secuencia no hay diferencias entre el neandertal y los seres humanos [modernos]. Pero las diferencias (menos de la mitad de 1 % de la secuencia) son suficientes para confirmar que la divergencia de los dos linajes comenzó hace más de 700 000 años. Asimismo, el grupo de esta ciudad alemana logró extraer ADN mitocondrial de dos fósiles de origen incierto descubiertos en una excavación en Uzbekistán y en Siberia meridional; ambos tenían una firma genética singularmente neandertal. Mientras que desde hace mucho tiempo se había considerado neandertal al espécimen de Uzbekistán, un niño, el espécimen de Siberia fue una gran sorpresa; amplió la distribución conocida de los neandertales unos 2 000 kilómetros hacia el este de su bastión europeo.
Así, aun cuando la información genética parece confirmar que los neandertales eran una especie distinta de la nuestra, también sugiere que quizá poseyeron el lenguaje humano y que tuvieron éxito en una zona de Eurasia mayor de lo que se creía. Ello nos trae de regreso a la misma pregunta inquietante que se formuló desde su descubrimiento: ¿por qué desaparecieron?
Para extraer información de un fósil de neandertal, se le puede medir con un calibrador, estudiarlo mediante tomografía computarizada o intentar encontrar y descifrar su código genético. O bien, si se llegara a disponer de un tipo de acelerador de partículas llamado sincrotrón, se le puede colocar en una sala revestida de plomo y disparar un haz de rayos X de 50 000 voltios, sin perturbar siquiera una sola molécula.
Durante una insomne semana de octubre de 2007, un grupo de científicos se reunió en la European Synchrotron Radiation Facility (ESRF) en Grenoble, Francia, para efectuar una “convención de mandíbulas” sin precedentes. El objetivo era explorar una cuestión crucial en el ciclo vital de los neandertales: ¿Alcanzaban la madurez a menor edad que los humanos modernos? De ser así, ello podría haber tenido efectos en el desarrollo de su cerebro, lo que a su vez podría ayudar a explicar por qué desaparecieron. Las respuestas debían buscarse en las profundidades de la estructura de los dientes del neandertal.
Junto con Paul Tafforeau de la ESRF, Hublin y Smith se apretujaron en un pequeño cuarto repleto de computadoras en la instalación (uno de los tres mayores sincrotrones del mundo que cuenta con un anillo de almacenamiento para electrones energizados que tiene una circunferencia de casi un kilómetro) y observaron en un monitor de video cuando el haz de rayos X pasó rápidamente a través del canino superior derecho de un neandertal adolescente del yacimiento de Le Moustier, al suroeste de Francia, creando tal vez la radiografía dental más detallada de la historia humana. Mientras tanto, un dream team formado por otros fósiles reposaba en un estante cercano, en espera de su turno para que se le tomaran radiografías en el sincrotrón: dos maxilares de neandertales juveniles recuperados en Krapina, Croacia, que databan de 130 000 a 120 000 años; el llamado cráneo de La Quina de un joven neandertal, descubierto en Francia y que data de hace 75 000 a 40 000 años; y dos notables especímenes humanos modernos de 90 000 años de antigüedad, con los dientes intactos, hallados en una gruta llamada Qafzeh, en Israel.
Las imágenes de alta resolución de los dientes revelan una compleja serie tridimensional de líneas de crecimiento diarias y de períodos más prolongados, como anillos de árboles, además de líneas de tensión que codifican momentos clave en el ciclo vital de una persona. El traumatismo del nacimiento graba en el esmalte una marcada línea de tensión neonatal; de manera similar, el momento del destete y episodios de privación nutricional u otras tensiones ambientales dejan marcas características en los dientes en desarrollo. “Los dientes conservan un registro ininterrumpido y permanente del crecimiento, desde antes del nacimiento hasta que terminan de crecer al final de la adolescencia”, explicó Smith. Los seres humanos tardan más en alcanzar la pubertad que los chimpancés, nuestros parientes vivos más cercanos, lo que significa que pasamos más tiempo aprendiendo y desarrollándonos en el contexto del grupo social. Las primeras especies homininas que habitaban en la sabana africana hace millones de años maduraban pronto, más como los chimpancés. Entonces, ¿en qué punto de la evolución comenzó el modelo moderno más prolongado?
Para abordar esta pregunta, Smith, Tafforeau y colegas suyos habían empleado antes el sincrotrón para demostrar que un niño de los primeros hombres modernos proveniente del yacimiento Jebel Irhoud en Marruecos (fechado en alrededor de 160 000 años de antigüedad) mostraba un modelo de ciclo vital de hombre moderno. En contraste, los “anillos de crecimiento” del diente de 100 000 años de antigüedad de un joven neandertal descubierto en la cueva Scladina en Bélgica indicaban que el niño tenía ocho años al morir y parecía estar en camino a alcanzar la pubertad varios años antes que el promedio para el hombre moderno. Valiéndose de un solo diente de neandertal, otro grupo de investigación no había hallado tal diferencia entre su modelo de crecimiento y el de los seres humanos vivos. Pero aunque un análisis completo de la “convención de mandíbulas” llevaría tiempo, los resultados preliminares, a decir de Smith, eran “congruentes con lo que observamos en Scladina”.
“Esto seguro afectaría la organización social, la estrategia de apareamiento y la conducta de crianza de los neandertales –afirma Hublin–. Imagine una sociedad en la que las personas comienzan a reproducirse cuatro años antes que el hombre moderno. Es una sociedad muy diferente. También podría significar que la capacidad cognoscitiva de los neandertales pudo haber sido distinta de la del hombre moderno”.
La sociedad neandertal podría haber diferido de modo crucial para la supervivencia del grupo: lo que los arqueólogos denominan amortiguamiento cultural. Un amortiguador es algo en la conducta de un grupo (una técnica, una forma de organización social, una tradición cultural) que cubre sus apuestas en la riesgosa selección natural en donde hay mucho en juego. Mary Stiner y Steven Kuhn de la Universidad de Arizona arguyen que los primeros hombres modernos surgieron de África con el amortiguador de un método de caza y recolección eficiente desde el punto de vista económico que dio por resultado una alimentación más variada. Mientras los hombres perseguían animales grandes, las mujeres y los niños buscaban presas pequeñas y vegetales. Stiner y Kuhn sostienen que los neandertales no gozaron de los beneficios de una división del trabajo tan marcada. Desde el sur de Israel hasta el norte de Alemania, el registro arqueológico muestra que, en lugar de ello, los neandertales dependían casi por completo de la caza de mamíferos grandes y medianos como caballos, ciervos, bisontes y ganado bovino salvaje. Sin duda comían algo de materia vegetal e incluso mariscos cerca del Mediterráneo, pero la ausencia de piedras para moler u otro indicio de procesar vegetales sugiere a Stiner y Kuhn que, para los neandertales, estos eran alimentos complementarios.
Sobre todo en las latitudes más altas y durante las estaciones más frías, su cuerpo demandaba calorías incesantemente y, tal vez, esto obligó a las mujeres y niños neandertales a unirse a la caza, “cuestión dura y peligrosa”, opinan Stiner y Kuhn, a juzgar por las muchas fracturas sanadas que pueden hallarse en las extremidades superiores y los cráneos de los neandertales. Los grupos migratorios de hombres modernos que llegaron a los mismos sitios hacia finales de la época de los neandertales tenían otras opciones.
“Al diversificar la alimentación y contar con personal que [efectuaba distintas tareas], se logra una fórmula para distribuir el riesgo y, en última instancia, ese es un beneficio tanto para las mujeres embarazadas como para los niños –me comentó Stiner–. De suerte que si un medio de obtener alimento falla, hay otro distinto”.
De todos los amortiguamientos culturales posibles quizá el más importante fue la protección que brindaba la sociedad misma. Según Erik Trinkaus, una unidad social neandertal habría tenido el tamaño aproximado de una familia extendida. Aun así, Trinkaus afirma que en los primeros asentamientos del hombre moderno “encontramos algunos que representan poblaciones mayores”. El solo hecho de vivir en un grupo más grande tiene repercusiones tanto sociales como biológicas. Tales grupos exigen más interacciones sociales; esto estimula al cerebro para tener mayor actividad durante la infancia y adolescencia, presiona para hacer más complejo el lenguaje y aumenta indirectamente el promedio de vida de los miembros del grupo. La longevidad, a su vez, incrementa la transmisión intergeneracional de conocimientos: el paso de las destrezas de supervivencia prácticas y la técnica para elaborar utensilios de una generación a la siguiente, y más tarde entre un grupo y otro.
Fuere cual fuere el conjunto de amortiguamientos culturales, bien pudieron dotarlos de una capa extra, si bien frágil, de protección contra las difíciles tensiones climáticas que, a decir de Stringer, alcanzaron su cúspide alrededor de la misma época en la que los neandertales desaparecieron. Datos sobre el núcleo de hielo indican que desde hace unos 30 000 años hasta el último máximo glacial hace unos 18 000 años, el clima de la Tierra fluctuó muchísimo, en ocasiones en cuestión de décadas. Unas cuantas personas más en la unidad social, con algunas destrezas adicionales pudieron dar al hombre moderno una ventaja en el momento en que las condiciones se volvieron rigurosas.
Lo anterior deja la última y delicada –y, como le gusta afirmar a Jean-Jacques Hublin, políticamente incorrecta– pregunta que ha torturado a los estudiosos de los neandertales desde que la teoría Out of Africa (fuera de África) logró una aceptación generalizada: ¿La sustitución de los neandertales por el hombre moderno fue atenuada y pacífica o relativamente rápida y hostil?
“Es probable que casi todos los neandertales y los hombres modernos vivieran la mayor parte de su vida sin verse unos a otros –agregó, eligiendo cuidadosamente sus palabras–. Como lo imagino es que ocasionalmente en estas zonas limítrofes, algunos de estos tipos se observaban entre sí a la distancia… pero lo más probable, me parece, es que se marginaban del paisaje unos a otros. No sólo se evitaban, sino que se excluían. Sabemos por las investigaciones recientes sobre los cazadores-recolectores que eran mucho menos pacíficos de lo que generalmente se creía”.
Clive Finlayson, especialista en biología evolutiva del Museo de Gibraltar, se hallaba en el vestíbulo de la cueva de Gorham, un magnífico refugio de piedra caliza que se abre hacia el mar, en el Peñón de Gibraltar. En el interior, fantásticas excreciones de colada estalagmítica cuelgan desde el techo de la enorme nave. La estratigrafía en la cueva revela fragmentos de evidencias de ocupación neandertal que se remontan a 125 000 años, incluso puntas de lanza y espátulas de piedra, piñones carbonizados y restos de antiguos hogares. Hace dos años, Finlayson y sus colegas aplicaron la técnica de fechado con carbono radioactivo para determinar que las brasas de algunas de esas chimeneas se extinguieron hace apenas 28 000 años, último rastro conocido de los neandertales sobre la Tierra.
Con polen y restos de animales, Finlayson ha reconstruido el ambiente de hace 50 000 a 30 000 años. En ese entonces, una estrecha plataforma continental rodeaba a Gibraltar, y el Mediterráneo estaba a tres o cuatro kilómetros de distancia. El paisaje era una sabana de matorrales aromatizados con romero y tomillo, sus dunas salpicadas de alcornoques y pinos piñoneros, crecía el espárrago silvestre en las planicies costeras.
Pero luego la situación cambió. Cuando las temperaturas más gélidas de la Edad de Hielo finalmente llegaron al sur de la Península Ibérica en una serie de abruptas fluctuaciones hace entre 30 000 y 23 000 años, el paisaje se transformó en una estepa semiárida. En este terreno más nivelado, los altos y gráciles hombres modernos que se mudaban a la región con lanzas obtuvieron la ventaja sobre los rechonchos y exageradamente musculosos neandertales. Pero Finlayson sostiene que no fue tanto la llegada del hombre moderno como los rigurosos cambios climáticos los que empujaron a los neandertales ibéricos hacia el borde. “Cuando sólo quedan 10, podría bastar un período de tres años de frío intenso o una avalancha –concluyó–. Una vez alcanzado determinado nivel, eran muertos vivientes”.
La cuestión más importante podría ser que la extinción de los neandertales no es una novela paleoantropológica desordenada pero coherente; es más bien un conjunto de relatos breves –relacionados pero singulares– sobre la extinción. “¿Por qué desaparecieron los neandertales en Mongolia? –se preguntó Stringer–. ¿Por qué desaparecieron en Israel?, ¿por qué desaparecieron en Italia, en Gibraltar y en la Gran Bretaña? Pues bien, la respuesta podría ser distinta en los diferentes lugares, porque tal vez sucedió en épocas distintas.
Sin importar lo que haya sucedido, alguien firmó el desenlace de todos estos relatos en la cueva de Gorham. En un profundo nicho de la caverna, no lejos del último hogar neandertal, el grupo de Finlayson descubrió hace poco diversas huellas rojas de manos en un muro, señal de que el hombre moderno había llegado a Gibraltar. Los análisis preliminares de los pigmentos las fechan hace 20 300 a 19 500 años. “Es como si dijesen: ‘¡Oigan, este es un nuevo mundo!’”, asevera Finlayson.
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El próximo libro de Stephen S. Hall versa sobre la historia natural de la sabiduría.
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