Kolkata está resuelta a consolidar su imagen moderna y a prohibir un poderoso símbolo del pasado colonial de la India.
La estrategia de quienes van al volante en Kolkata, conductores de automóviles particulares, taxis, autobuses, motonetas de tres llantas adaptadas con tablas y bancas como transporte colectivo e inclusive los vehículos impulsados por pedales, es sencilla: abrirse paso a golpe de bocina. Las indicaciones de alto son tan escasas que no son dignas de mención. Para un visitante, los señalamientos que con enormes letras mayúsculas sancionan OBEDEZCA LAS REGLAS DE TRÁNSITO, no están exentos de cierto humor negro. En las angostas calles laterales conocidas como los callejones, oír bocinazos es señal de que un taxi o hasta un camión pequeño está a punto de dar vuelta en la esquina y pasar como bólido por un espacio que no fue diseñado para algo mucho más ancho que una bicicleta. Pero ocasionalmente, durante un breve silencio entre las bocinas, oigo el tintineo de una campana a mis espaldas. Un occidental, saturado de programas navideños, relacionaría ese sonido con un trineo, y voltearía esperando ver a un par de caballos jalando un trineo por bosques nevados. Pero lo que queda ante mi vista es un rickshaw que, en vez de ser tirado por un caballo, es jalado por un hombre –generalmente flacucho, desaliñado y descalzo que parece muy débil para el oficio–. Lleva un cascabel enganchado en un dedo que agita continuamente, produciendo lo que sin duda es el sonido más benigno que pueda emitir un vehículo en esta ciudad.
Entre las grandes ciudades del mundo, Kolkata, la capital del estado indio de Bengala Occidental y hogar de casi quince millones de personas, a menudo es citada como la única que aún conserva una enorme flotilla de rickshaws; como cabría esperar, una distinción de la que las autoridades de la ciudad no están particularmente orgullosas. ¿Por qué? Desde luego que dan ganas de culpar a la Madre Teresa. Un político de Kolkata me comentó que la ciudad es conocida por las tres “emes”: el marxismo, el mishti y la Madre Teresa (Bengala Occidental ha tenido un gobierno dominado por el Partido Comunista durante 30 años y el mishti es un yogur endulzado que le encanta a los locales). No hay duda de que la atención internacional prestada al trabajo de la Madre Teresa, entre los moribundos y los desdichados, hizo que la mente occidental relacionara firmemente el nombre de Kolkata con la miseria, sin importar la frecuencia con que los lugareños hagan notar que Mumbai, por ejemplo, tiene más barrios pobres y superpoblados, y que ninguna otra ciudad de la India puede igualar la riqueza de la vida cultural e intelectual de Kolkata.
Aun el partidario más apasionado de Kolkata reconoce que la ciudad ha tenido periodos verdaderamente difíciles en los 60 años que tiene la India de ser independiente, los cuales empezaron mucho antes de que apareciera la Madre Teresa. La partición que acompañó a la independencia significó que, sin mucha ayuda del gobierno central, Kolkata tuvo que absorber varios millones de refugiados de lo que se convirtió en Pakistán Oriental. En las décadas de los años setenta y ochenta del siglo XX, hubo ocasiones en las que parecía que Kolkata nunca se recuperaría de aquella oleada de refugiados; seguida por otra durante la guerra que convirtió a Pakistán Oriental en Bangladesh. Esos fueron años marcados por fallas en el suministro eléctrico, descontento entre los trabajadores, fuga de industrias a ciudades más prósperas y prometedoras, así como por una brutal violencia política. En 1985, el propio primer ministro de la India, a la sazón Rajiv Gandhi, llamó a Kolkata “una ciudad moribunda”.
Tras decenios de concentrarse en la base de pobres rurales y desdeñar las inversiones foráneas, el Partido Comunista de Bengala Occidental ha adoptado con vehemencia la modernidad y el capitalismo, y aunque los símbolos gubernamentales todavía son lo que cabría esperar de un partido que aún tiene un politburó, la ciudad anima con regularidad a las delegaciones occidentales que buscan oportunidades de inversión. En la actualidad, Kolkata tiene flamantes centros comerciales y modernos pasos a desnivel. Al caminar recientemente por la ciudad, durante una semana más o menos, y siendo a menudo el único occidental a la vista, se me acercaron exactamente dos mendigos.
Pese a la realidad, la percepción pública de cualquier ciudad tarda muchos años en cambiar. Lo mismo ocurre con su nombre: en 2001 cambió oficialmente de Calcuta a Kolkata, que se aproxima más al sonido de este vocablo en bengalí. Al conversar en inglés, nunca oí a nadie llamar Calcuta a la ciudad. Para los occidentales, el medio de transporte con el cual se identifica más a Kolkata no es su moderno metro, sino los rickshaws. Los relatos y las películas exaltan un carruaje de aspecto primitivo con altas ruedas de madera, jalado por un hombre cuya pinta se semeja a alguien que necesita la ayuda de la Madre Teresa. Durante años, el gobierno ha discutido la eliminación de estos vehículos por lo que denomina motivos humanitarios. Pero, recientemente, los políticos también lamentan el impacto que 6 000 rickshaws tirados a pulso tienen en el tráfico de una ciudad moderna y, específicamente, en su imagen. “Los occidentales tratan de relacionar a los mendigos y a esos rickshaws con el paisaje de Kolkata, pero eso no es lo que Kolkata representa –afirmó Buddhadeb Bhattacharjee, primer ministro de Bengala Occidental, en una conferencia de prensa en 2006–. Nuestra ciudad simboliza prosperidad y desarrollo”. A continuación anunció que los rickshaws se prohibirían pronto en las calles de Kolkata.
Los rickshaws no transportan turistas. La gente que vive en los callejones de Kolkata es quien los usa con más regularidad: no los pobres, sino los que están apenas un peldaño arriba de los pobres en la escala social de esta ciudad. Son personas que viajan distancias cortas, por callejones a veces inaccesibles hasta para el taxista más temerario. Por ejemplo, una anciana que debe ir al mercado, puede llegar en un rickshaw, pedirle al wallah que la espere hasta que termine su compra; al volver ella, él acomoda la carga en el carruaje y luego la lleva a su casa. La gente de los callejones usa los rickshaws como un servicio de ambulancia las 24 horas. Los dueños de cafés o de misceláneas los envían a recoger sus insumos; (una mañana vi cómo un wallah llevaba cerca de un centenar de pollos vivos, amarrados en pares y colgados de cabeza, en las estructuras de su rickshaw). Los conductores de rickshaws me comentaron que sus clientes más confiables son estudiantes. Las familias de clase media hacen un trato con un wallah para que lleve a su hijo a la escuela y luego lo recoja.
De junio a septiembre, Kolkata puede tener lluvias torrenciales aunque su sistema de desagüe necesita mucho menos para atascarse. Los residentes, que tienen cierto gusto por la hipérbole, dicen que si en esta ciudad “un gato callejero orina, hay una inundación”. Durante mi estancia, en una ocasión llovió alrededor de 48 horas seguidas. No podía llegarse a barrios enteros en vehículos motorizados, y los periódicos mostraban fotografías de rickshaws jalados por sus conductores a quienes el agua les daba hasta la cintura. Cuando llueve, las cantidades de clientes de los wallahs aumentan considerablemente, al igual que el precio del viaje. Un escritor local me contó que “cuando llueve, hasta el gobernador usa rickshaws”.
Mientras estaba en Kolkata, una revista llamada India Today publicó su clasificación anual de los estados indios, usando criterios de medición como prosperidad e infraestructura. Entre los 20 estados más grandes de la India, Bihar ocupaba el indiscutido último lugar, como lo ha hecho durante cuatro de los últimos cinco años. Bihar, ubicado a unos centenares de kilómetros al norte de Kolkata, es el lugar de origen de la gran mayoría de los wallahs que operan los rickshaws. Una vez que llegan a la ciudad, duermen en la calle, en su rickshaw o en una dera, una combinación de cochera, taller para reparar automóviles y dormitorio, administrada por alguien llamado sardar. Para dormir en una dera, los wallahs pagan 100 rupias por mes (poco menos de tres dólares), lo que parece ser un muy buen trato hasta que uno conoce una de ellas. Su ingreso bruto por día oscila entre 100 y 150 rupias, del cual deben pagar 20 por la renta del rickshaw y de vez en cuando 75 o más rupias de soborno si un policía los detiene, digamos, por cruzar una calle donde está prohibido que circulen esos vehículos. Según un estudio realizado en 2003, en términos de ingresos, los wallahs ocupan casi el último escalafón laboral de Kolkata; sólo les va un poco mejor que a los pepenadores y a los mendigos.
Hay personas, sobre todo personas cultas y con conciencia política, que no se transportan en rickshaws porque les ofende la idea de ser llevados por otro ser humano, o porque piensan que es indigno para alguien de su clase social, pues consideran que los rickshaws son una reminiscencia de la época colonial. Irónicamente, a algunas de esas personas no les entusiasma la idea de prohibir los rickshaws. El responsable de las páginas editoriales del Telegraph de Kolkata, Rudrangshu Mukherjee, ex catedrático universitario que aún escribe libros de historia, me dijo, por ejemplo, que él ve que las consideraciones humanitarias se están decidiendo a favor de mantener en uso los rickshaws tirados a pulso. “Me niego a ser llevado por otro ser humano –me explica–, pero cuestiono si tenemos el derecho a privarlos de su medio de vida”. Los partidarios de los rickshaws hacen notar que, cuando se trata de ocupaciones ignominiosas, los conductores de esos vehículos de ninguna manera son los únicos que se dedican a un oficio degradante en la ciudad.
Cuando le pregunté a un wallah si creía que el programa del gobierno para librar a la ciudad de los rickshaws se basaba en un genuino interés por su bienestar, sonrió al tiempo que contestaba negando con la cabeza; un gesto que interpreté como: “Si usted es tan ingenuo como para hacer esa pregunta, se la contestaré; pero no vale la pena que gaste mis palabras en eso”. Algunos wallahs que conocí se habían resignado al inminente fin de su medio de vida y albergaban la esperanza de que les ofrecieran algo a cambio. “El gobierno era el gobierno de los pobres –me señaló un sardar–. Ahora se estrechan la mano con los capitalistas y tratan de deshacerse de los pobres”.
Pero otros en Kolkata creen que los rickshaws simplemente serán confinados de manera más estricta a determinados barrios, lejos de todos los que deciden las inversiones extranjeras, o que los dejarán extinguirse en forma natural conforme sean sustituidos por medios de transporte más modernos. Después de todo, Buddhadeb Bhattacharjee no es el primer alto funcionario de Bengala Occidental en afirmar que los rickshaws dejarían las calles de Kolkata en cuestión de meses. Ese tipo de declaraciones ya se hizo en 1976. La prohibición decretada por Bhattacharjee ha sido demorado por un juicio y porque la mayoría de la gente de Kolkata cree que a los conductores de rickshaws se les debe ofrecer algún tipo de entrenamiento previo o pago de seguridad social. También puede haberse demorado por una silenciosa renuencia a desprenderse de algo que ha formado parte del tejido social de la ciudad durante más de un siglo. Kolkata, me dijo un residente, “tiene dificultades para dejar ir el pasado”. Un día, un funcionario de la ciudad me entregó un informe del gobierno municipal en el que se planteaban opciones para reincorporar a los wallahs de rickshaws.
—¿Qué opción se ha elegido? —pregunté, haciendo notar que el informe estaba fechado casi exactamente un año antes de mi visita.
—Eso no se ha decidido —contestó.
—¿Cuándo se decidirá?
—Tampoco
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