domingo, 30 de noviembre de 2008

VIDAS DE SAL

Vidas de sal

Escrito por: Marco Vernaschi

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De paso es una sección exclusiva de la edición en español de National Geographic.

Aquí tratamos temas relacionados con América Latina. Este mes, presentamos este artículo sobre las difíciles condiciones de los salineros en el norte de Argentina.

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Los mineros llegan a Salinas Grandes caminando o en bicicleta, en un trayecto de dos horas. La falta de combustible en el salar no deja otra posibilidad.



Tras cuatro horas de subida vertiginosa por las pendientes de la Cuesta de Lipán, llego en jeep al corazón de la Puna Jujeña, en los límites extremos del noroeste argentino, donde se tocan los márgenes del mundo. A unos kilómetros, las siluetas de Los Andes abren los caminos rumbo a Chile y Bolivia. Delante de mis ojos se abre un océano de silencio y sal: las Salinas Grandes. En esta perfecta síntesis de aislamiento y luz, parece imposible cruzarse con personajes como Bernabé, un salinero de 40 años que, según las marcas que se cruzan en su rostro, parece haber vivido dos veces su propia vida.



Una de las primeras preguntas que me hace, cuando me invita a tomar un té de coca en su casa de adobe, es: “¿Cómo llegaste desde Europa, con tu jeep o en colectivo?”. Desde ese momento elijo omitir los detalles sobre mi origen geográfico y mi cultura, ambos italianos. Rosa, su mujer, envuelta en ropa hecha de lana de llama, me sonríe mientras sirve otra taza. Sus pómulos están quemados por el sol y pulidos por el viento.



Durante siglos, los quechuas, herederos de la cultura inca, han vivido en condiciones extremas en las márgenes de las Salinas Grandes del Noroeste, perpetuando gestos y tradiciones que quedaron prácticamente inalterados en el tiempo. Aquí se respetan aún las leyes de la Pachamama, la Madre Tierra, so pena de convertirse todos en piedras, como reza la leyenda. Irónico, porque la vida de estos salineros es tan dura como los cristales de sal, los cuales, a pesar de todo, son su única fuente de supervivencia.


Aun antes del asentamiento inca en esta región, la sal era considerada una mercancía de intercambio de importancia fundamental, el único recurso que permitía obtener frutas y verduras, hojas de coca y todo aquello que no se puede cultivar a 3 450 metros de altura, en una de las más áridas regiones del planeta. Hoy en día han cambiado las modalidades de intercambio, pero las dinámicas para subsistir son siempre las mismas.



Hay que despertar antes del amanecer y recorrer cinco kilómetros para llegar al área de extracción en medio de las salinas: picos, palas, hachas y escodas para penetrar los 50 cm de suelo calcificado bajo el cual crecen las gemas. El viento constante que transporta el polvillo salado, desprendido del suelo erosionado, quema gradualmente los pulmones y corroe la piel. El sol vertical incendia los ojos y lentamente apaga la vista. Las manos se laceran por el prolongado contacto con el agua ácida, saturada de sal.

Óscar, carismático líder de la cooperativa minera de Salinas Grandes, camina a mi lado por una calle desierta de Pozo Colorado, contándome algunas de las aflicciones de la comunidad. “En este pueblo falta de todo. El gobierno nos ha olvidado y abandonando. Hace años construyeron un pozo artesiano para la extracción de agua potable, pero el frío y el hielo ya lo destruyeron. En este lugar hemos trabajado como burros por generaciones, pero nuestros hijos están condenados a vivir en la misma pobreza. Vivir aquí significa sobrevivir. Es una maldición y nuestro único destino”.

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Un salinero corta ladrillos de sal con herramientas manuales. Algunos serán utilizados como salera para ganado

En las Salinas Grandes, todos los hombres, sin excepción, forman parte de una cooperativa que trabaja ininterrumpidamente durante 11 meses al año. Sólo en febrero, cuando la lluvia recubre el manto salado del desierto, las herramientas se dejan a un lado. La rutina de trabajo se divide en tres fases principales para elaborar la sal. Sin utilizar sistema mecánico alguno, los salineros penetran la capa más dura y superficial para acceder a los cristales que crecen por debajo, en el agua. Entonces, se extraen las gemas, que se dejan secar al sol. Terminado este proceso, se embolsa el producto grueso en sacos de yute, cada uno de los cuales pesa 50 kilos y se vende en 60 centavos de peso argentino, apenas 20 centavos de dólar. La recaudación final es dividida equitativamente entre los casi 80 miembros de la cooperativa.

Los esfuerzos de estos salineros se materializan en 1 626 piletas de extracción, unas excavadas en la parte central del salar, otras cerca de la carretera principal y otras más a kilómetros de distancia. Cada pileta puede producir alrededor de 2.5 toneladas de sal al año en esas 1 200 hectáreas de desierto.

De acuerdo con la Secretaría de Turismo y Cultura del gobierno de Jujuy, en la actualidad se emprenden numerosos proyectos turísticos en el área de las Salinas Grandes para mejorar la calidad de vida de los pobladores del lugar. Para esta dependencia, las salinas representan un recurso trascendente para la oferta turística provincial por su majestuosidad y cuentan con una difusión permanente.

Y en efecto, además de revender las gemas, y gracias al ingenio fruto de la necesidad, las comunidades de las Salinas han aprendido a esculpir en la sal pequeñas llamas, cardones y otros souvenirs que venden por 10 pesos a los turistas que cruzan el desierto. Una ganancia excepcional con respecto al comercio tradicional. Óscar confía en esto para comprar un boleto hasta San Salvador de Jujuy y poder consultar a un dentista por primera vez. En el corazón de las Salinas hay una improbable casa de sal en construcción: el piso, las paredes, las mesas y las sillas están elaborados con bloques de sal cortados en ladrillos. El proyecto inicial era crear un comedor para mineros, pero, considerando el flujo creciente de turistas, se decidió convertir el edificio en un restaurante.

Los bloques de sal también tienen otro uso más antiguo y tradicional. Catalina, a sus 72 años, comercia todavía con ellos, revendiéndolos como “integrador de minerales” para animales domésticos (las llamas, cabras y burros necesitan lamer sal para complementar sus dietas, y los quechuas aprendieron a dejar en los corrales algunos panes con este propósito). Así que, dos veces por semana, Catalina atraviesa el desierto salado en compañía de sus tres burros y su perro. Camina durante seis horas hasta llegar al lugar donde Omar, su hijo, trabaja como cortador. Con los ladrillos cargados sobre el lomo de los animales, parte rumbo a los pueblos limítrofes, marchando por innumerables horas. Allí los venderá o intercambiará por fruta o por una carga de hojas de coca para masticar.

Como todas las tristezas, las de los salineros tienen una pausa durante los últimos tres días de julio. Si bien sería demasiado hablar de una sociedad matriarcal, son exclusivamente las mujeres quienes pueden asistir a las ceremonias religiosas de relevo, como el rito de agradecimiento a la Pachamama.

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Todos los años, en Salinas Grandes, se lleva a cabo el ritual de la Pachamama (Madre Tierra) para pedir la protección de las llamas jóvenes. En el ritual, casi exclusivamente dirigido por las mujeres mayores del pueblo, se utilizan hojas de coca para bendecir los corrales de las llamas.

Rosa, Mirta y Josefina preparan hoy la ceremonia: rezarán a la Pachamama invocando una bendición para las llamas recién nacidas. Desde siempre, las llamas fueron fuente de sostén y símbolo de riqueza. Su lana resistente y preciada es, desde los tiempos preincaicos, vital para el sustento de los pueblos andinos. Antes de la llegada de los burros, introducidos por los españoles, las llamas estaban estrechamente ligadas a la cultura de la sal y eran el único medio para transportar esta mercancía.

El rito toma forma en el corral de los camélidos, mientras en las jarras de terracota arde una resina aromática parecida al incienso. Una letanía de plegarias susurradas por las ancianas del pueblo acompaña la ofrenda de bebidas, hojas de coca y chicha, una especie de cerveza de maíz común en todo el territorio de los Andes. La ceremonia es una mezcla de antiguas expresiones de origen precolombino, signos de la cruz e invocaciones católicas, paradójicamente dirigidas a una diosa pagana.

Después de la celebración, los trabajos de la mina se reanudan, y los habitantes de las Salinas Grandes esperan a que transcurra otro año, y otro y otro, a ver si las condiciones mejoran. A pesar de que el gobierno de Jujuy tiene planes de mejora basados en el turismo –como la caravana de llamas denominada “El camino de la sal”, que en teoría atraerá a los muchos turistas que quieran realizar el mismo recorrido que hacían los antiguos pobladores en busca de este preciado mineral–, estos seres de sal dudan siempre de los beneficios gubernamentales. “Si nacés salinero, morís salinero…”, expresa Bernabé, y en sus palabras gravita todo el mundo de esas cuarenta familias que continúan viviendo en este lugar inhóspito del orbe.

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Un salinero cuida de su único guanaco, secándole el pelo después de la lluvia. Las temperaturas en el salar bajan mucho en la noche y un animal mojado podría morir de frío, grave daño económico para un quechua.

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