domingo, 30 de noviembre de 2008

Vía rápida hacia el futuro . INDIA

Escrito por: Don Belt


La nueva autopista que vincula cuatro importantes ciudades, ocasiona fuertes choques entre la tradición y la modernidad de la India.

Vía rápida hacia el futuro [Artículos]

Obreros de Sawarda, aldea asolada por la sequía, afirman que el CD llevó la prosperidad hasta sus puertas: “El trabajo está en Jaipur, que antes se encontraba a tres horas de viaje -comenta uno-. Con la autopista, ahora llegamos en 45 minutos”.


Foto de Ed Kashi


La flamante autopista nacional de la India, híbrido de asfalto, fragmentos de roca y grandes aspiraciones, serpentea por Bangalore en su recorrido a través del sur del país conduciendo las esperanzas de miles de millones de individuos desde el Mar de Arabia hasta la Bahía de Bengala. El tránsito se detiene brevemente en el centro de la ciudad junto a un ornamentado templo donde, cada noche, un jovial sacerdote con gafas de pasta, el señor R. L. Deekshith, preside el equivalente hindú a un servicio religioso “para llevar”. Su especialidad es un ritual conocido como puja, durante el cual dispensa la munificencia del dios Ganesha a una caravana de vehículos nuevos: autos, camiones, SUV, motocicletas y rickshaws motorizados (y la ocasional bicicleta o carreta de bueyes), cuyos propietarios jamás se atreverían a salir a la carretera sin la bendición de un feliz dios de cuatro brazos y cabeza de elefante que promete prosperidad y buena fortuna, sobre todo a las máquinas y a quienes emprenden algo nuevo.


Menaka Shekaran, contadora de una importadora de equipos de ejercicio, aguarda a que el señor Deekshith efectúe una puja en su motoneta de color plateado, la cual compró apenas esa tarde. Esbelta y de ojos luminosos, la joven de 23 años viste a la usanza de miles de muchachas indias que se transportan en moto: pantalones vaqueros de diseñador, una túnica de color brillante, tacones negros y una pañoleta blanca que le cubre el pelo y envuelve nariz y boca.


Mientras el sacerdote se aproxima lentamente a lo largo de la fila de vehículos, Dhana, hermano mayor de Menaka, enciende un coco y con la corteza humeante da tres vueltas alrededor de la motocicleta y luego lo estrella en el pavimento frente al vehículo. A continuación, coloca un limón bajo la rueda delantera para que Menaka lo aplaste cuando se ponga en movimiento: un auspicioso comienzo.



—¿Ya tiene licencia para conducir? –pregunto a la joven.


—No –responde con una risita nerviosa.


En ese momento, el señor Deekshith aparece y cuelga una guirnalda de flores amarillas en el manubrio. Mientras recita un mantra védico, rocía la motoneta con agua bendita del altar del Señor Ganesha y termina salpicando la parte delantera con algunas gotas de kumkum, el rojo extracto de la cúrcuma, untando un poco en la frente de Menaka.



En señal de agradecimiento, la joven le entrega un bolso de plátanos y polvo de cúrcuma. Después, Menaka enciende la marcha y revoluciona el motor. Parece momentáneamente confundida (otra vez, ¿cuál es el acelerador y cuál el freno?) y lucha por mantener la moto en posición vertical luego de empujarla hacia adelante para bajarla del pie, aplastando el limón entre vítores estentóreos de Dhana y otros espectadores. El comienzo es favorable, no hay duda, pero al aproximarse al frenético tráfico que pasa a pocos metros de allí, me da la impresión de que está a punto de caer de lado. Alarmado, corro a sujetar el manubrio.



—¿Tiene un casco? –pregunto a voces sobre el ensordecedor ruido de los motores–.


Ella sonríe y niega con la cabeza.


—¿Sabe conducir?


—No, señor, de hecho no –responde casi a gritos con indiferente alegría–. ¡Pero aprenderé!


Y dicho esto, avanza jaloneándose y rechinando neumáticos, en tanto que Dhana corre a su lado y casi es atropellado por un auto que pasa junto a ellos. Menaka acelera y se pierde en el tráfico demencial de la hora pico de Bangalore, únicamente con la protección del Señor Ganesha. Al pasar bajo los lejanos postes de alumbrado, esporádicamente distingo la parte superior de su cabeza en la efervescente corriente del siglo XXI indio, como un punto más en el remolino de un incontenible río de luz.


El camino que transita Menaka es una sección del Cuadrilátero Dorado (CD), la nueva autopista de 5 846 kilómetros que vincula los principales centros de población indios (Delhi, Mumbai [Bombay], Chennai [Madrás] y Kolkata[Calcuta]) y forma parte del proyecto de infraestructura pública más grande y ambicioso en la historia del país, fundamentado en un objetivo de ingeniería social: la India apuesta a que el Cuadrilátero Dorado revolucionará al máximo el motor económico del país y llevará los beneficios del crecimiento de sus florecientes ciudades a las empobrecidas aldeas donde vive más de la mitad de la población.


Anunciado en 1998 por el entonces primer ministro Atal B. Vajpayee, a quien se le confiere el crédito de haber concebido el grandilocuente nombre del proyecto, el Cuadrilátero Dorado sólo es superado en tamaño por el sistema ferroviario nacional que construyeron los británicos en la década de los cincuenta del siglo XIX. Luego de su independencia, en 1947, la India pasó décadas practicando una especie de socialismo surasiático afín al idealismo de sus fundadores, Gandhi y Nehru, hasta que su economía finalmente se estancó. En los años noventa, el país comenzó a abrir sus mercados a la inversión extranjera bajo la dirección de un gobierno que favorecía el crecimiento, integrado por un ejército de jóvenes ambiciosos que hablaban excelente inglés y trabajaban por una fracción del salario ofrecido en Occidente. No obstante, los dirigentes de la India comprendieron que sus vetustas autopistas podrían constituir un impedimento a la carrera del país hacia la modernización. “No es que nuestros caminos tengan unos cuantos baches –se lamentó el primer ministro Vajpayee con sus asistentes, a mediados de los noventa–. Sino que nuestros baches tienen unos cuantos caminos”.



A 10 años del pronunciamiento de Vajpayee, el CD se cuenta entre los sistemas de autopista más complejos del mundo; una obra maestra de ingenio de alta tecnología que, en muchos sentidos, es la tarjeta de presentación de la India en el siglo XXI. Visto en la pantalla plana de 48 pulgadas de la computadora del centro de operaciones de la administración de autopistas en Delhi, el CD luce tan hermoso como una cápsula espacial. Sus diseñadores lo describen como un “elegante conjunto de datos” o una reluciente “maquinaria de alta tecnología”, una banda transportadora de avanzada que desplaza bienes e individuos por toda la India con impecable precisión.



Y no cabe duda de que la autopista y el desarrollo que ha generado han acelerado el pulso nacional, al incrementar el volumen de tráfico y atraer millones de obreros rurales a ciudades grandes y medianas. No obstante, el CD también ha provocado una discordante proximidad entre la tradición y la modernidad de la India, poniendo en tela de juicio los cimientos morales y culturales de esta nación nacida de los principios de austeridad, hermandad y espiritualidad de Gandhi. El proyecto ha agudizado el apetito indio de posesiones materiales (sobre todo autos) y muchos habitantes, en particular los mayores de 30 años, apenas reconocen al país que la televisión y las vallas publicitarias presentan en una amplia gama de colores de diseñador y una aceleración de 0 a 100 en menos de 10 segundos.



“El CD es una metáfora de la modernidad del país. Imagine que transitando por el presente a 160 kilómetros por hora –señala el historiador Ramachandra Guha, autor de La India después de Gandhi– nos detenemos ante un semáforo y abrimos la ventana. Un ancianito pasa en bicicleta por un sendero que corre junto a la autopista y mientras esperamos impacientemente a que cambie la luz, el hombre nos previene, pide que bajemos la velocidad, que no seamos temerarios y obcecados en nuestra búsqueda de crecimiento, riqueza y bienes materiales. Pues bien, el hombrecillo de la bicicleta es Gandhi, nuestra conciencia, y a pesar de todos los cambios que la India ha experimentado, no podemos ignorarlo”.



A través del parabrisas del camión de Rakesh Kumar, el Cuadrilátero Dorado es un teatro de sombras proyectado sobre el asfalto por haces de luz bamboleantes. Una monótona superficie de roca artificial animada por criaturas luminosas que salen de entre las sombras del camino y desaparecen apenas los distinguimos: el flanco de una vaca, un montículo de paja, el cadáver de un perro, un fantasma en bicicleta. Son las 3:30 de la mañana. Rakesh y su sobrino Sanjay, de 19 años, mastican un poco de potente tabaco masala (los mantiene despiertos al irritarles las encías) mientras se rascan las picaduras de chinches y escuchan estridentes tonadas románticas de Bollywood en bocinas puestas a un volumen que despertaría a los muertos. “¡Música de camionero!”, grita Rakesh sobre el ruido del motor, que ruge como un 747 aunque el vehículo apenas se desplaza a 50 kilómetros por hora.



Se encuentran a 400 kilómetros al norte de Mumbai, en el estado de Gujarat, transportando nueve toneladas de cera para velas, tintes textiles y suministros eléctricos para las fábricas de Delhi. En lo que va de la noche ya han reventado dos neumáticos (Rakesh se detuvo en una vulcanizadora, donde despertó al mecánico para que los parchara) y ahora tienen que darse prisa para llegar al punto de revisión antes de las cuatro de la mañana, cuando se supone que debe reunirse con un amigo de su patrón que los “guiará” a través de la garita de la frontera estatal de Rajastán porque, explica, el vehículo va sobrecargado.



Hombre recio, simpático y directo, a sus 42 años Rakesh tiene la figura de un boxeador retirado (incluida la nariz deformada), pero sería erróneo confundir su machismo con imprudencia. Se trata de un tipo que ha conducido camiones profesionalmente desde hace 22 años y se precia de su reputación de conductor confiable y sobrio. “Apuesto a que 90 % de los que circulan esta noche en la autopista va intoxicado con algo”, comenta, desde hachís y licor hasta doda, infusión preparada con opio y nuez de betel que muchos conductores utilizan para mantenerse despiertos, a pesar de nublarles el juicio. Con todo, Rakesh prefiere conducir de noche, cuando el aire es fresco y hay menos tráfico humano y animal que obligue a reducir la velocidad o provoque accidentes.



No resulta extraño, aun en una autopista de seis carriles, encontrar carretas tiradas por bueyes, búfalos de agua, motocicletas y eventualmente filas de camiones y autos que circulan en sentido contrario, por nuestro carril, porque el camino es más corto, fácil o, muchas veces, porque los conductores se han confundido. Las cabras pastan en el terraplén central y el tráfico a menudo se detiene a causa de las vacas sagradas, únicos usuarios que se muestran indiferentes al peligro que pasa volando como metralla a su alrededor.



De particular riesgo son las poblaciones que escinde la autopista, pues multitudes de peatones cruzan de manera irreflexiva entre el tráfico, que casi nunca disminuye su velocidad voluntariamente. El congestionamiento es tan grave en algunos lugares que la circulación se detiene por completo y entran en vigor las leyes básicas del tráfico indio, más parecidas a las que gobiernan una colmena. Atravesar una transitada intersección permite apreciar algo del temperamento indio: emprendedor, creativo, insistente, energético, implacable y sorprendentemente amable. Mientras uno aguarda para cruzar toma conciencia de una constante presión en la periferia, como una lucha por ubicación en la que se busca pasar por encima de los demás para llegar al otro lado. Sin embargo, los empujones nada tienen de hostiles; se trata, simplemente, de que permanecer de pie e inmóvil no es una opción.



Poco antes de llegar a las plazas de peaje de Udaipur, Rakesh decide abandonar el CD y continuar por una ruta alterna que cruza el territorio montañoso hacia el oeste. Aunque más lenta, la carretera de dos carriles le permite ahorrar 20 dólares en portazgo y, además, brinda una idea de lo que fue la vida antes del Cuadrilátero Dorado. La tasa de accidentes en carreteras indias de dos carriles es muy superior a la del CD y eso, señala Rakesh, “es quizá lo mejor de las nuevas autopistas. Son mucho más seguras”.



De no ser por el CD, Tamil Selvan, de 29 años, aún estaría cosechando cocos en su aldea del estado meridional de Tamil Nadu. En vez de ello, el joven montó obedientemente la bicicleta de su padre para ir y venir de una escuela gubernamental en una población más grande, situada a pocos kilómetros de allí. Luego, asistió al instituto tecnológico de una ciudad cercana y ahora es uno de los principales técnicos de la gigantesca armadora de Hyundai, situada a orillas del CD, un poco al oeste de Chennai, donde detecta y corrige defectos en las plateadas carrocerías metálicas que pasan a gran velocidad por la línea de armado, deteniéndose en cada estación de trabajo durante escasos 64 segundos en promedio. Una vez armado, su producto es pintado, pulido y embarcado en camiones que recorren el Cuadrilátero Dorado hasta el puerto de Chennai y de allí, al resto del planeta: operación que, aun con 10 años de trabajo, Tamil no consigue asimilar. “Imagine todo lo que estos autos tienen que resistir durante su vida útil –comenta emocionado–. Los extremos climáticos, los diferentes caminos y problemas de tráfico de todo el mundo. Es difícil creer que su viaje comience aquí”.



Tamil, bigotudo, fornido y apacible hombre de familia, pasa las nueve horas del día de trabajo en uniforme (playera y pantalones azules, mascarilla blanca, tapones anaranjados para los oídos, guantes blancos) y siempre parece tener una herramienta en la mano. Fue uno de los primeros obreros contratados por Hyundai en 1998, cuando la compañía surcoreana mudó operaciones a la entidad y construyó su fábrica en un terreno llano de 216 hectáreas. A la fecha, Hyundai da empleo a 5 400 trabajadores que encarnan las cualidades que han convertido a la India en uno de los destinos fabriles más cotizados del mundo. Toda fábrica establecida junto al Cuadrilátero Dorado, incluida Hyundai, crea un “ecosistema” propio en el que abre nichos que los empresarios indios ocupan rápidamente. Por ejemplo, Hyundai está rodeada de 83 compañías más pequeñas que producen parabrisas, cinturones de seguridad, faros, espejos retrovisores y otras refacciones especializadas; a su vez, cada una de esas empresas cuenta con una red propia de proveedores que proporcionan camiones para transporte, bodegas, servicios de oficina y apoyo logístico. Además, la India ha creado Zonas Económicas Especiales (ZEE) que brindan nueva infraestructura y un paraíso fiscal a compañías extranjeras que recurren a obreros indios para producir bienes de exportación. Hoy en día, las cerca de 200 ZEE del país generan más de 15 000 millones de dólares en exportaciones anuales y crean empleos para más de medio millón de trabajadores nacionales. La vitalidad de esos “ecosistemas” contribuye a la disparada tasa de crecimiento económico de la India que, en el nivel de 9 % anual, es sólo superada por China entre las economías de mercado comparables.



No obstante, a diferencia de China, la India es una democracia libre donde inevitablemente surgen choques territoriales a causa de la autopista y sus zonas empresariales. En un país tan densamente poblado como este (más de 1 000 millones de personas ocupan un área equivalente a la tercera parte del territorio estadounidense) pareciera que cada centímetro de terreno viable ha sido reclamado. La construcción de una fábrica sacrifica numerosas granjas; la expansión de la autopista desplaza miles de pequeñas tiendas, restaurantes, paraderos de camiones, puestos de té y otros negocios. Es indiscutible que los caminos cambian el paisaje, aunque no siempre en beneficio de todos.



El año pasado, amenazas y latas de gas lacrimógeno volaron por el aire una calurosa tarde de domingo al estallar una disputa territorial cerca de Singur, distrito agrícola al oeste de Kolkata, junto al Cuadrilátero Dorado. El enfrentamiento se produjo bajo crecientes nubes de gas lacrimógeno que flotaban en el bucólico paisaje. En un extremo de la llanura, como si se tratara de un ejemplo de desobediencia civil al estilo Gandhi, miles de agricultores de las aldeas circundantes se habían congregado para recuperar tierras expropiadas por el gobierno. Frente a ellos se extendía una línea de combate compuesta de centenares de policías estatales en uniforme caqui, armados con escudos y lathis, varas de bambú de más de un metro de largo que pueden dejar inconsciente (o incluso matar) a cualquiera si se usan con suficiente fuerza.



Detrás de la fuerza policial se levantaba un muro de ladrillo de tres metros de altura, cercado con alambre de púas y limitando 260 hectáreas de tierra agrícola que el gobierno del estado de Bengala Occidental había arrendado a Tata Motors, un gigante automotriz indio, como incentivo para construir una fábrica en ese lugar. Justo a orillas del CD y a una hora escasa de Kolkata, el sitio ofrece evidentes ventajas a una compañía valuada en 560 millones de dólares que envía sus productos a todo el país y el resto del mundo; y Tata Motors, con la promesa de que los funcionarios gubernamentales procederían con apego a la ley, se comprometió a fabricar su revolucionario auto de 2 500 dólares en la entidad.



Durante la última década, la Autoridad Nacional de Carreteras de la India ha llegado a hacer hasta lo inimaginable para indemnizar a quienes han sido desplazados por el Cuadrilátero Dorado. El gobierno indio suele remunerar a terratenientes y arrendatarios utilizando, en parte, los fondos que ha solicitado al Banco Mundial para tal finalidad, pero la adquisición de tierras para desarrollo económico en las zonas industriales adyacentes corre a cargo de los gobiernos estatales. Ahora bien, irónicamente, los líderes del Partido Comunista de Bengala Occidental (una de las entidades más pobres del país, con años de retraso en desarrollo económico) se han vuelto repentina y rabiosamente favorables a la iniciativa privada, recurriendo a la confiscación de tierras y otras tácticas violentas para atraer fabricantes a expensas de los pobres agricultores que los llevaron al poder. Como cabe suponer, cada vez que sucede esto los enfrentamientos por cuestiones territoriales se vuelven brutales.



En Singur, una anciana enfurecida trastabillaba valerosamente a través del campo de batalla hacia la línea policial, blandiendo un pesado bastón mucho más grande que ella. “¡Están robando nuestras tierras! ¿No conocen la decencia?”, gritaba con voz enronquecida sobre el coro de vítores de los manifestantes que la seguían. Enardecidos por su valor, adolescentes descamisados corrían por delante lanzando piedras y ladrillos a la policía, que los repelía con sus escudos. A una señal, la línea policial comenzó a avanzar hacia los manifestantes, lathis en alto, mientras otros arrojaban latas de gas lacrimógeno y disparaban balas de goma contra la multitud. Aunque docenas de agricultores resultaron lesionados en el tumulto, seguramente la policía se contuvo debido a la presencia de reporteros. Aquella noche, luego que nos fuimos, la policía volvió a la carga con toda su fuerza para arrestar a los cabecillas de la manifestación, golpeando a muchos otros con sus lathis. Poco después la oficina de inteligencia estatal se comunicó con nuestro guía e hizo una advertencia: si regresábamos, también nos interrogarían.



Unos días más tarde, algunos manifestantes se reunieron en la cercana aldea agrícola de Beraberi donde Kashinath Manna, un anciano de 75 años y ojos relucientes como los de un adolescente, habló de las 2.8 hectáreas que él y sus hermanos habían trabajado desde la infancia, tierras heredadas de su padre y del padre de este. Regaban sus cultivos con pozos entubados que el gobierno indio perforó durante la revolución agrícola verde de los años sesenta en un esfuerzo para combatir la desnutrición y dar autosuficiencia al país. Esa agua de pozo, dijo Kashinath, era el ingrediente mágico que desataba la fecundidad del suelo para engendrar hasta cinco cosechas anuales de quingombó, frijol, papa y cáñamo, una producción suficientemente rica para sostener a la familia (de 32 hijos y nietos) que depende de Kashinath y sus hermanos. “Producíamos tanto que teníamos que usar un rickshaw de bicicleta para ir al mercado”, recuerda.



Pero ahora, Kashinath lleva sus cultivos en una bolsa de lona que carga al hombro. Eso es todo lo que puede producir en su parcela de un décimo de hectárea, lo único que ha quedado a la familia con la mudanza de Tata Motors. Jamás olvidará el día en que perdieron el resto de las tierras. Apenas había amanecido y, cuando salió del camino de tierra de su aldea para seguir por la vereda que llevaba a la propiedad familiar, le sorprendió ver un cordón policial entre él y sus campos; detrás de los vigilantes, un equipo de obreros levantaba el cercado de alambre de púas. Cuando se acercó, los agentes empuñaron sus armas y ordenaron que volviera a casa. Fue como si lo hubieran desnudado, confiesa. “Somos simples granjeros –agrega tristemente–. No sabemos hacer otra cosa. He empezado a pensar en suicidarme”. Uno de los mejores amigos de Kashinath, también agricultor, se quitó la vida hace unos meses.



El gobierno de Bengala Occidental sustenta su poder de adquisición en una ley de 1894 y asegura que la mayoría de los agricultores de Singur abandonó voluntariamente sus tierras a cambio de indemnización, pero semejante afirmación ofende a Kashinath. Ningún granjero entregaría de buena gana una tierra fértil, insiste. “Y si lo hicimos voluntariamente, ¿por qué necesitan desplegar a la policía en nuestra contra? No soy un criminal; jamás he lastimado a alguien. Pero ahora me abruma la angustia. ¿Qué comeremos?, ¿cómo viviremos?, ¿cuál será el futuro de nuestros hijos?



Anuradha Talwar, del Sindicato de Trabajadores Agrícolas de Bengala Occidental, señala que “los obreros del partido intimidaron a muchos campesinos para que consintieran por escrito a la ocupación de sus tierras”, y que unicamente alrededor de 60 % de las propiedades fueron transferidas de manera legal. Como prueba, agrega que su organización ha presentado una demanda a nombre de los agricultores la cual, en estos momentos, está siendo analizada por las cortes.



Mientras tanto, desde su despacho de Mumbai, en el otro extremo del país, Ravi Kant, director administrativo de Tata Motors, una compañía india que goza de mucho prestigio y tiene un largo historial de responsabilidad social, reconoce que “es posible mejorar” la situación en Singur, aunque prefiere concentrar su atención en los 2 000 empleos y otras muchas ventajas económicas que la nueva factoría en el Cuadrilátero Dorado brindará a los habitantes de Bengala Occidental, uno de los estados menos desarrollados de la India. “Al final del día, el proyecto beneficiará a muchas más personas de las que haya podido perjudicar –agrega su colega, Debasis Ray, oriundo de esa región–. Así es el progreso”.



Los campesinos de algunas regiones ya empiezan a disfrutar de los beneficios de la autopista. En Mettur, acicalada aldea agrícola al final de un camino de una sola vía, los padres de Tamil Selvan, el obrero de Hyundai, habitan una sólida casa de dos pisos hecha con bloques de concreto y situada a 275 kilómetros de la fábrica donde labora su hijo. Junto a la nueva construcción se encuentra la vivienda original de madera y argamasa, cuya única habitación sirve ahora para almacenar cocos, papas y costales de arpillera repletos de arroz. El gobierno del estado pavimentó el camino de la aldea hace algunos años, conectándola con carreteras secundarias que a su vez convergen con el CD y mercados más lejanos. Otra innovación de los años noventa (redes de telefonía inalámbrica que siguen la ruta de las autopistas indias proporcionando cobertura continua a los viajeros) permite que los campesinos aprovechen mejor las nuevas vías de comunicación. Con sólo los 30 dólares del costo de un teléfono celular, amén de una reducida cantidad mensual, los agricultores de lugares como Mettur pueden hacer negocios a cientos de kilómetros de distancia, prescindiendo de intermediarios y evitando algunos problemas inhertentes al transporte y la venta a larga distancia.



“Los caminos han cambiado todo –afirma el padre de Tamil, Devaraja Pillai, hombre solemne aunque afectuoso, de 59 años–. Antes sólo vendíamos la cosecha en los pueblos cercanos, a precios muy bajos. Ahora tenemos un camión para transportar cocos y mangos a mercados más grandes, como Bangalore y Chennai. En Bangalore, por ejemplo, nos pagan hasta siete rupias por medio kilo de cocos, el triple de lo que obteníamos antes en esta región. Además, podemos llegar al mercado en la mitad del tiempo, así que nuestros cultivos no se estropean”. Agricultor de medio tiempo, el padre de Tamil es también maestro de escuela de la aldea, poeta y devoto de Swami Vivekananda, gurú del siglo XIX cuyo largo cabello y enormes ojos de beatífica expresión parecen observarnos desde fotografías distribuidas por toda la casa. Sobre el fondo verde brillante del muro de la sala, Devaraja ha colgado una máxima de Vivekananda: “La educación es la manifestación de la perfección que existe en el hombre”, palabras que se han convertido en su credo.



Seis meses después del ingreso de Tamil en Hyundai, la empresa invitó a las familias de sus nuevos obreros a visitar la planta con todos los gastos pagados. Los progenitores de Tamil viajaron en autobús hasta Chennai por la ruta del Cuadrilátero Dorado y quedaron muy impresionados con las dimensiones de Hyundai, aunque Tamil les había prevenido que era “una fábrica enorme, como el mar”. Azorados, observaron a su hijo operando un equipo valuado en millones de dólares y se maravillaron con la eficiencia de la línea de armado, que el padre describió como “una parte robot y otra parte hombre, trabajando como un mismo ser”.



Devaraja también fue testigo, por primera vez, de la perfección de Tamil: la manifestación de la destreza y la confianza adquiridas, y que hoy han liberado a millones de indios rurales de los yugos de casta y geografía. En las últimas dos décadas, la cifra de indios que viven por debajo del nivel de pobreza se ha reducido, mientras que la clase media ha experimentado un crecimiento impresionante, logro que el propio Gandhi habría celebrado.



El reverenciado padre fundador de la India es símbolo de una nación que, antaño, habría sido difícil de imaginar comunicada por una autopista o colonizada por nuevas fábricas. Sin embargo, aun ahora Gandhi representa muchas cosas para mucha gente. “Aunque es posible que la India haya superado su actitud de ‘austeridad’, Gandhi jamás ha sido más relevante que hoy”, asegura Subhabrata Ghosh, ejecutivo de Saatchi & Saatchi/India, organismo observador del sentir nacional. “Gandhi encarna el valor, la competencia, la capacitación y la voluntad para manifestar el cambio. Es verdad que vivimos en una época donde casi nadie lucha por la libertad, pero hay un mercado global y Gandhi fue uno de los individuos más ferozmente competitivos que haya existido. ¡Expulsó a los británicos sin disparar un solo tiro!”.



En el carril de alta velocidad a Delhi conocí, finalmente, al Gandhi que Ramachandra Guha sugirió que buscara: al hombre sabio en bicicleta instando a los indios a reducir la velocidad, a ser bondadosos, a no olvidar su verdadera identidad. Una mañana, en Rajastán, todos los vehículos tuvieron que detenerse a un lado de la autopista debido a que una pareja de nómadas, en coloridos atuendos, conducía una manada de varios centenares de reses brahmanes en sentido contrario. Mientras el ganado pastaba en los arbustos del patio de una casa cercana, vi a un anciano recostado bajo una higuera sagrada que fumaba un narguile. Yo deambulaba por ahí justo en el momento en que increpaba a su perro, el cual, enardecido, ladraba a las vacas: “¡Beevcoof! ¡Zopenco! ¡Ven acá!”. Su nombre, dijo, era Deen Dayal y parecía un personaje salido de las historias de la Guerra Británico-afgana, con un enorme mostacho cano que le llegaba por debajo de la mandíbula, cabello de corte militar y mirada vivaz, chispeante de provocación. Con voz firme e imperiosa, explicó que tenía 80 años y poseía tierras en ambos lados de la autopista, tres dhabas o paraderos de camiones, y una estación de gasolina que generaba dinero a puños gracias al tráfico del CD. Hoy en día monta en bicicleta por los senderos que van de su casa a los negocios, pero ya no se atreve a circular en la autopista. “No oigo bien y los autos van tan rápido que asustan. La mitad de mis tierras está del otro lado de la autopista y me da miedo cruzar el camino”.



Y una vez que había abordado el tema de la carretera, prosiguió: “Estoy muy enfadado. Acabo de enterarme de que quieren ensancharla otra vez y ahora van a quitarme todo el patio”. Me mostró la estaca de metal clavada a medio metro de la esquina del muro frontal. “Los tipos de la autopista llegaron con 15 o 20 policías para tomar medidas –refunfuñó–. Mi patio, mi árbol, mi lugar de descanso… Todo desaparecerá”.



Permanecimos sentados en silencio durante un rato y luego, con más serenidad, me contó cómo era la vida antes que aparecieran los caminos, cómo tenían que andar 16 kilómetros hasta la estación de trenes más cercana. Vivió la época de la división de la India y Pakistán, y también me habló al respecto.



—¿Conoció a Gandhi? –pregunté


—Así es –respondió.


Justo después de la independencia se inició un esfuerzo para abrir nuevos caminos y el gobierno tenía proyectado poner uno aquí. “Pero querían que cruzara nuestra granja, por donde ahora pasa la autopista. Así que viajé a Delhi en tren, con mi padre y un grupo de personas, para pedir a Gandhi y Nehru que pusieran el camino en el límite de nuestras tierras, en vez de cortarlas por la mitad”.



—¿Y cómo les fue? –inquirí.


—¡Ah! Muy bien –repuso–. Nos recibieron, nos dieron la mano y escucharon cortésmente nuestros argumentos. Y luego hicieron exactamente lo que querían.


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Ed Kashi es un fotoperiodista galardonado cuya obra documental en más de 60 países enfoca aspectos sociales y políticos.

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